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4 de mayo de 2016
TRIBUNA: JAVIER SOLANA EL PAIS: Problemas de hoy, soluciones de ayer
Problemas de hoy, soluciones de ayer
La nostalgia del pasado es uno de los riesgos de la Unión Europea: unos
recurren al proteccionismo ante el fracaso de la globalización y otros añoran
el estado nación. Les falla la memoria o les traiciona su anhelo
JAVIER SOLANA EL PAIS
EDUARDO ESTRADA
Uno de los
grandes riesgos a los que se enfrenta la Unión Europea es su nostalgia del
pasado. Tanto en el este como en el oeste se pretende afrontar los grandes
problemas de hoy con soluciones de ayer y son muchos los países que cargan con
el lastre del nacionalismo, avivado por distintos motivos.
En los
países de Europa occidental el declive del sentimiento europeo es,
principalmente, una reacción a la crisis económica que nos ha golpeado
duramente en los últimos años. Aunque ya existieran partidos políticos y
movimientos contrarios o muy críticos con la UE, ha sido a raíz de la crisis
cuando han visto crecer su apoyo de manera alarmante.
En algunos sectores de la sociedad europea se ha extendido un sentimiento
de decepción, al que también han contribuido algunas de las políticas
orientadas a la recuperación. Se confiaba en que el proyecto de integración
europea sería una relación win-win, por la que todos -países y
ciudadanos- resultaríamos ganadores. Los países que se incorporaban recibían
ayudas y los que ya eran miembros contaban con un nuevo mercado. Sin embargo,
la crisis ha desdibujado esa imagen. Los niveles de desempleo, especialmente
los de desempleo juvenil, y la brecha social en los países más golpeados por la
crisis han hecho surgir el desencanto. En aquellos que han sufrido menos, se
siente que la solidaridad europea ha supuesto un lastre para su economía.
Durante
estos duros años, muchos partidos han señalado a la Unión Europea como la
causante de los desequilibrios y han propuesto la vuelta a la soberanía
nacional en todas las áreas, ganándose el apoyo de muchos de los que se sienten
perdedores. Sin embargo, aunque se pueda criticar el modo en que la Unión
Europea haya gestionado la crisis, no hay que olvidar que ésta tiene carácter
global. Además, la apertura que supone el proyecto europeo es la propia del
mundo actual. Los desequilibrios, que han quedado tan patentes desde el 2008,
son propios de un fenómeno mucho más amplio que la integración europea: la
globalización. La apertura de las fronteras, las sociedades y las economías
nacionales, conlleva incertidumbres y una menor capacidad de control. Es la
contrapartida de todas las ventajas y los nuevos horizontes que nos ha abierto
el mundo global.
Los
partidos políticos que han canalizado esta desilusión proponen unas medidas que
van más allá de la vuelta a las fronteras nacionales. Escudados en los riesgos
que supone la apertura de las sociedades, propagan un mensaje de indiferencia
y, a veces, de rechazo hacia lo extranjero, como comprobamos en la cuestión de
los refugiados. Según ellos, hay que defender lo propio de cada nación por
todos los medios, incluidos los que ponen en peligro el Estado de derecho.
En los
albores del siglo XXI, el sueño europeo parecía aún más esperanzador con la
integración de algunos de los países que pertenecieron al Pacto de Varsovia. La
incorporación de Polonia y Hungría a la Europa de la que siempre formaron parte
era el broche de oro a un proyecto que prometía hacer del Estado de derecho, la
democracia y las libertades individuales, elementos intocables.
Lamentablemente,
la epidemia del nacionalismo y el sentimiento antieuropeo también han llegado a
estos países de Europa oriental. Aunque son muchas las causas y los países no
son fácilmente comparables, hay dos tendencias claras: el aumento del
nacionalismo y el retroceso del Estado de derecho. Polonia es el mayor receptor
de fondos europeos y es el único país de la UE que no entró en recesión durante
la crisis. Acumula 23 años de crecimiento ininterrumpido y, a diferencia de
otras sociedades europeas, ha atravesado la crisis sin sufrir desgarros.
Además, el pueblo polaco se ha caracterizado, desde su entrada, por ser
ampliamente favorable a la UE. Incluso en el último euro barómetro, el 55% de
los polacos entrevistados aseguraba tener una visión positiva de la Unión.
Pero sus
líderes actuales tratan de presentar las políticas europeas como desafíos a su
verdadera identidad nacional. En lugar de discutir sobre cómo adecuar políticas
concretas a los intereses nacionales o cómo hacer que su voz sea más escuchada,
se interpretan las medidas y decisiones europeas como una agresión a sus
elementos identitarios. Salvando las distancias, estos argumentos son similares
a los del gobierno húngaro, que ha auspiciado un proceso de involución interna
en el país. Con la reforma de la Constitución del año 2013 se eliminaron
algunos de los mecanismos que limitaban la acción del gobierno en cuestiones
fundamentales. Asimismo, se creó un consejo estatal, con miembros del propio
partido, para regular los medios de comunicación. Se ha llegado a decir que si
Hungría pidiera hoy su admisión en la Unión Europea, sería rechazada.
He sido
testigo como pocos del proceso de integración de estos países en las
instituciones euroatlánticas y de la emoción con que ellos la vivieron, quizá
por eso me cuesta más comprender su postura. Es cierto que su dolorosa historia
reciente les hace especialmente sensibles a las cesiones de soberanía y a la
idea de que otros participen en sus decisiones. Como les he escuchado decir en
alguna ocasión: "Europa es demasiado liberal para nosotros". Además,
tantos años de soberanía limitada durante la Guerra Fría contribuyeron a crear
un fuerte sentimiento nacional, que está menos presente en otros países de la
UE.
Tanto el
partido húngaro Fidesz como el polaco Ley y Justicia, bajo la premisa de la
protección de la soberanía nacional, erosionan el sistema democrático y el
imperio de la ley. Implementan políticas que concentran el poder en el
ejecutivo, eliminando los controles y las críticas. Justifican estas medidas
para limitar la incertidumbre que produce la apertura económica y social propia
de la globalización y, también, de la Unión Europea. Presentan los intereses
nacionales como contrarios a los europeos, aunque en el mundo global la UE
ofrezca una protección extra a sus miembros. Sin duda, cualquiera de estos
países fuera de la Unión sería mucho más vulnerable a todos los riesgos.
Para unos
el desencanto tras la globalización sirve como pretexto para volver al
proteccionismo y el miedo a lo extranjero, endulzando los recuerdos de las
fronteras nacionales. Para otros, la afirmación de la soberanía nacional es la
excusa para rechazar la integración europea y añoran el Estado nación que nunca
tuvieron en plenitud. En ambos casos son justificaciones para cuestionar los
fundamentos del proyecto europeo. A unos les falla la memoria y a otros les
traiciona su anhelo.
Javier Solana es distinguished
fellow en la Brookings Institution y
presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.
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