Nuestra primavera árabe
No esperemos un líder fuerte y honrado. Toda democracia que no se asiente sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos será de mala calidad
Allá por febrero de 2011, creímos ingenuamente que la democracia estaba a punto de florecer en el mundo árabe. Cayeron Ben Ali en Túnez, Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia y empezaron las rebeliones en Yemen y Siria. El mundo árabe despertaba, al fin. Todos deseábamos que aquellos festivos ocupantes de plazas céntricas triunfaran; queríamos ver expulsados, encarcelados o incluso algo peor a aquellos criminales chulescos tantas veces fotografiados cargados de oropeles. Arrancando la costra de las dictaduras, aparecería en aquellos sufridos países la sonrosada carne de la democracia.
Han pasado cinco años. Solo sobrevive una democracia, y frágil, en Túnez. En Egipto ha vuelto la dictadura militar, ahora bajo otro espadón. Salvajes atentados periódicos ahuyentan en ambos países el turismo, fuente esencial de sus divisas. Y en Libia y Siria siguen dos terribles guerras civiles para las que no se vislumbra final.
Y es que la democracia no es una planta que crezca de manera espontánea. Al revés, es antinatural, pues está pensada para desviar y reprimir la innata tendencia humana a imponer por la fuerza nuestra voluntad a los demás. La democracia hay que aprenderla, y no como una lección teórica, sino en la práctica. Requiere siglos.
Hasta aquí, es posible que el lector esté de acuerdo conmigo. Pero ahora llega el escándalo, porque estoy pensando en España. Y oigo alzarse protestas ¿no estará usted comparándonos con esos “moros”?
Pues exagero un poco, porque aquí la democracia está estabilizada, pero es de mala calidad. Y tampoco se implantó con facilidad. Si contamos desde la primera revolución liberal, durante la guerra napoleónica, hasta la Transición posfranquista, ha habido media docena de constituciones, varias dictaduras y guerras civiles, un sinnúmero de pronunciamientos, a lo largo de —se dice pronto— 170 años. Los últimos cuarenta, bajo una dictadura francamente —nunca mejor dicho— despiadada. La gente aprendió a obedecer, sí, pero solo porque quien se desmandaba sentía el látigo en su espalda, no porque interiorizaran que convivir exige normas.
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