¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿cómo es posible que ocurra ahora
esto?”. Quizás sean las exclamaciones —no simplemente interrogantes— más
frecuentes que he escuchado los últimos tiempos, sobre todo entre las
franjas generacionales que nacimos en medio de la dictadura franquista,
vivimos la época dura y esperanzada de la Transición, la alegría
democrática de la Constitución de 1978 y los casi 40 años de desarrollo
con una recuperada autoestima de pertenecer a Europa y al mundo como una
nación más dentro de las democracias liberales occidentales. Y, ¿qué es
esto que pasa? Pues el asombro y desasosiego ante lo que parecería una
especie de castillo de naipes que se desmorona mostrando las costuras de
una corrupción bastante generalizada, una crisis económica que no por
general en el mundo global sirve de consuelo a unas clases medias y
menos medias que han conocido un ascenso de nivel de vida por primera
vez en la historia contemporánea y que ahora subsisten ahogadas y
desesperanzadas, una desobediencia impune ante las leyes con desafío a
la Constitución y a la monarquía parlamentaria, una grave amenaza de
secesión, un populismo rampante y algún partido financiado por Estados
extranjeros totalitarios y votado por un buen número de electores, una
destrucción de la convivencia ciudadana y especialmente una cultura y
práctica política que enfrenta los “nuestros” y “los otros” con clara
violencia verbal y devastación de las formas y maneras establecidas. Y,
en medio de todo, una preocupación fundamental: ¿es verdad que las
jóvenes generaciones creen que la democracia es sin más la voluntad de
las mayorías en cada momento presente?, ¿es verdad que la falta de una
enseñanza cívica ha conducido a un adanismo que se sitúa fuera de la
realidad y de la historia?, ¿es posible que ideologías y prácticas
políticas que demostraron en el siglo XX el fracaso y la muerte de
millares de personas pretendan todavía —y lo logren en determinados
países y momentos críticos— ser la panacea de los males y de las
imperfecciones de instituciones y seres humanos y amenacen su libertad y
sus derechos?
Quizás nada escapa a la política, pero no “todo es política” como afirma dogmáticamente el tópico
Parte de todo ello puede ser así, pero no refleja toda la compleja
realidad. Los historiadores conocemos bien que, en cualquier época, los
coetáneos viven las vicisitudes inevitables de la historia humana con la
sensación de que la crisis de valores y de formas de vida que
experimentan son excepcionales y los cambios los peores que pueden
ocurrir. Y a veces, hasta tienen razón, pero eso lo sabemos mucho
después; parece evidente que las consecuencias de una guerra civil, de
una guerra mundial, o cualquier otra calamidad de grandes dimensiones,
puede trastocar sociedades y países. Pero otras veces, aprendemos que la
historia no estaba cerrada ni era inevitable lo que ocurrió y tal como
fue, sino que había alternativas quizás brumosas para sus protagonistas
en aquel presente, pero factibles y no fatales. Como en la vida personal
de cada uno, una comunidad o una sociedad puede ir desarrollando y
eligiendo hábitos que conducen a caminos diferentes. Y si esos hábitos
no son apropiados para salir a veces de un atolladero, se puede intentar
modificarlos siempre que los individuos protagonistas, los ciudadanos
en nuestro caso, no se refugien en la fatalidad, no se desarmen con el
miedo o la inercia ante las cosas y estén guiados por un principio de
realidad que, como todo lo que llamamos realidad, está vinculada al
relato de lo más profundo y objetivo posible que logremos hacer del
mundo que nos rodea.
Y ese mundo, para bien y para mal, es siempre incierto. “La
aceptación de la incertidumbre es un medio para resistir a la
simplificación de la ignorancia”, leí alguna vez en algún maestro,
referido tanto a la política como a la historia. Una concepción de
“incertidumbre”, como préstamo estimulante de la microfísica de
Heisenberg a las ciencias sociales y que resultaba algo diferente de la
duda; adoptaba el sentimiento de ausencia de creencia dogmática o verdad
evidente: dada la insuficiencia de total conocimiento de una compleja
realidad y de las consecuencias no intencionadas derivadas de la acción
sobre la misma y sobre los seres humanos, se impone siempre una cierta
moderación y prevención frente a decisiones inapelables y a ensayos de
ingeniería social. Como escribiera el P. Feijoo en los comienzos de la
Ilustración: “Para lograr la utilidad, importa que todo el mundo conozca
la incertidumbre”. Una incertidumbre en ese sentido muy necesaria en la
cultura y en el mundo de la política, en el que los delirios y
fantasías de ciertas gentes —como avisaban también un Montaigne o un
Hume, que temían la vuelta de esos “ciclos fanáticos” destructivos—
afectan a hombres y mujeres de carne y hueso en su vida cotidiana y
pueden convertirla en una pesadilla, como el siglo anterior ya
mencionado demostró.
Urge una conversación que no pretenda alcanzar lo absoluto sino evitar lo realmente malo
Y siempre, como actividad humana específica, esa práctica política
tiene que estar sujeta al imperio de las leyes y ajustarse para los
cambios a los procedimientos que las avalan. Precisamente porque quizás
nada escapa a la política, pero no “todo es política” como afirma
dogmáticamente el tópico, y la politización de la vida entera conduce a
una “tiranía espiritual —y material—, pues niega a todos los demás
sectores su capacidad de creación y autonomía” (Kundera), es necesario
no solo la defensa del Estado de derecho sino la cultura política y
cívica de los ciudadanos. Mantener claramente la diferencia entre lo
político y lo público, entre la política como medio y no como fin en sí
misma. Algo que creo que ha fallado en nuestra joven democracia.
Por ello, la cultura política, la educación de la ciudadanía, es
fundamental. Una cultura política que exige la asunción de la realidad,
no lo que nos gustaría que hubiera sido, sino lo que ha sido (por
ejemplo, no intentar ganar la Guerra Civil 70 años más tarde, entre
otras cosas). Una cultura política como conversación; una conversación
que no pretende alcanzar lo absoluto sino evitar lo realmente malo —la
corrupción impune que acaba conduciendo al despotismo o la dictadura más
o menos encubierta, la desobediencia a las leyes comunes, el
aplastamiento de los más débiles—; una conversación que aborda la
política como un medio necesario vinculado a la específica aventura
humana y que, por ello, no está dominada por seguridades y certezas de
ningún tipo, sino por la incertidumbre; “un conversar durante el camino
por los diferentes azares y modos de experiencia que vamos topando”
(Luis Gonzalo Díez) y que intentamos ir resolviendo con inteligencia,
sentido del bien común y la apuesta por la libertad e igualdad de
nuestro Estado de derecho que tanto nos costó conseguir en la historia.
*Carmen Iglesias, de la Real Academia Española, es directora de la Real Academia de la Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario