7 de septiembre de 2016
Ese desconocido llamado Vladímir Putin
Ese
desconocido llamado Vladímir Putin
El político logró imponerse a las conspiraciones
que dominaron la última etapa de Borís Yeltsin
Un puesto de un mercadillo en San Petesburgo (Rusia) con una gran
"matrioshka" en la que se representan caricaturas de líderes rusos. ASSOCIATED PRESS
En ese clima de ambiciones declaradas, de
rumores, de acusaciones de todo tipo dominadas por el tema de la “colisión
entre la política y los negocios”, pero también de la familia y el mundo de los
negocios, se situó la designación del último jefe de Gobierno
de Yeltsin.
Putin fue nombrado el 11 de agosto. Esa
elección provocó cierto estupor en el país (¿quién era ese desconocido?) y no
entusiasmó demasiado a la Duma. Chubáis, informado de esa elección, intentó
vanamente disuadir al presidente y a Putin. Previno a Yeltsin de que la Duma no
le seguiría. Pero aquello quedó desmentido, cuando invistieron a Putin con una ventaja muy escasa. Una manera clara de hacer notar su
desacuerdo y, a la vez, de evitar una crisis institucional apenas unos meses
antes de las elecciones legislativas.
En el relato que los dos han hecho de las
conversaciones que precedieron a ese nombramiento, Yeltsin y Putin insistieron
en el poco entusiasmo que puso el futuro primer ministro a la hora de aceptar
la función que le era propuesta. Los que conocían bien a Yeltsin sabían que la
reacción reservada de Putin habría contribuido seguramente a animarle en su idea.
Apreciaba la contención de Putin, comparándola con las ambiciones desatadas que se desplegaban sin tener en cuenta si podían herirle.
Apreciaba también —él estaba loco por el tenis después de haberlo estado por el
fútbol— la pasión deportiva de Putin.
La biografía de su candidato hablaba por
él. Era joven (obsesión de Yeltsin: hacer llegar a una generación nueva), con
formación (estudios de Derecho en la Universidad de Leningrado). Y, tras un
recorrido de 15 años en los órganos de seguridad de la RDA, había vuelto en
1990 a Leningrado, junto a su antiguo profesor, Sobchak, para ocuparse de las
relaciones exteriores de la ciudad. Cuando Sobchak se fue de la ciudad y se
refugió en Francia (fue víctima de una campaña que lo acusaba de corrupción),
él lo ayudó y le fue siempre fiel —una cualidad muy grande, a ojos de Yeltsin—,
pero abandonó también la segunda capital por Moscú. Entonces creyó haber roto
con los órganos de seguridad, uniéndose en 1991 a la Administración
presidencial y después al Consejo de Seguridad, pero en 1998 no pudo negarse a
una misión que le sería confiada: ocupar la dirección del Servicio Federal de
Seguridad, sucesor del difunto KGB. Aceptó el cargo sin ningún entusiasmo, pero
su lema era: “No podemos negarnos a ir allí donde nos juzgan útiles”. Para
Yeltsin era el hombre adecuado en aquel momento, fuerte, fanático del orden,
intensamente patriota, pero también apegado a la nueva Rusia y a su devenir
democrático. Y ese fue el juicio que opuso siempre a Chubáis.
Nacida en una familia aristocrática de
Georgia que huyó a París con lo puesto tras la Revolución de Octubre (su padre
trabajó como taxista), Hélène Carrère d’Encausse nació en París en 1929 y se
convirtió en una de las más importantes historiadoras del mundo soviético.
Autora de más de 20 libros, entre ellos biografías de Lenin y de los Románov,
fue una de las primeras en intuir la caída de la URSS. Es secretaria permanente
de la Academia Francesa. Seis años que cambiaron el mundo se publica el 8 de
septiembre, editada por Ariel.
El hombre fuerte se impuso porque Rusia
estaba conmocionada en ese preciso momento. La guerra en Chechenia había empezado de nuevo de la
peor forma posible, es decir, extendiéndose, como había anunciado Basáyev, a todo el
Cáucaso y a Rusia. La paz negociada dos años antes voló en pedazos. Las tropas
de Basáyev y Jatab ocuparon Daguestán. Si se instalaban, todo el Cáucaso entero
se inflamaría: los combatientes de Basáyev remontaron el Volga y sublevaron a
las repúblicas musulmanas ya muy atentas a sus movimientos. Putin encarnaba la
resistencia y consiguió detener el avance de los rebeldes en Daguestán.
Pero sobrevino entonces la segunda fase de
esa guerra, una oleada de atentados particularmente mortíferos, desencadenada
simultáneamente en Daguestán, en Moscú y en la región de Kubán. El miedo se
generalizó; los moscovitas no se atrevían a salir de casa.
Putin se reveló como buen hombre de Estado
y también jefe de guerra. Argumentó que Basáyev y Jatab eran agentes de
Masjádov, que no eran simples terroristas, sino generales de una guerra
chechena que volvía a recrudecerse. Por consiguiente, se olvidaron las cláusulas de la paz de Jasaviurt. El 1 de octubre, Putin declaró una guerra
total a Chechenia: hizo bombardear las bases donde se acuartelaban las
tropas chechenas y se lanzó al asalto de Grozni. Fue la
segunda guerra de Chechenia, pero a diferencia de la primera, que había
provocado la indignación de la sociedad rusa, de los políticos y de la prensa,
la guerra de 1999 obtuvo una aprobación casi unánime. Hubo un momento de
indecisión al principio, como testimonian los sondeos, pero en cuanto el
Ejércitoruso fue obteniendo éxitos (la toma de Grozni), el apoyo de la opinión pública fue total.
Yeltsin, por su parte, apoyó a su primer ministro, y Yavlinski se quedó solo en
su condena de los excesos de la guerra, que sería atroz. En poco tiempo, los
sondeos demostraron que el desconocido del 7 de agosto se había convertido en
un personaje popular. ¿Qué destino le esperaría? ¿Sería como Kiriyenko o
Stepashin un personaje de transición, un primer ministro efímero, o bien
Yeltsin habría encontrado en él al sucesor deseado?
A principios del invierno, nadie conocía la
respuesta. El mandato de Yeltsin todavía duraría unos meses más, y la atención
se fijó entonces en las elecciones legislativas del 19 de diciembre. Las
posiciones respectivas parecían bien establecidas. A la izquierda, el Partido
Comunista disponía de un electorado fiel y estable. Apenas un poco más hacia el
centro, la coalición OVR, que llevaba el tándem Luzhkov-Primakov, parecía
disfrutar de un amplio apoyo popular. En el centro, incluso en el centro
derecha, había surgido un nuevo partido, Unidad (Edinstvo), forjado por Serguéi
Shoigú, un hombre de la nueva generación también (45 años justos) que fue
ministro de Situaciones de Emergencia. Era más bien conservador, apegado a las
tradiciones rusas, y el símbolo escogido por su partido, el oso, sedujo a sus
compatriotas. Putin declaró su interés por ese partido. Las elecciones
subrayaron la importancia del apoyo de Putin. Como se preveía, los comunistas
llegaron en cabeza, con el 24% de los sufragios, seguidos de cerca por el
partido del oso, solo un punto por detrás, mientras que la coalición
Luzhkov-Primakov, tan esperada, no obtuvo más que el 13% de los votos. Y detrás
de ellos, Zhirinovski, Yavlinski y, sobre todo, Chernomyrdin, jefe de filas de
Nuestra Casa Rusia, consiguieron a duras penas el 5% de los votos.
Se esperaba que saliese de las elecciones
un Parlamento de izquierdas, y que los comunistas y los partidarios del dúo
Luzhkov-Primakov pudieran formar un Gobierno de coalición que sostuviese la
candidatura de Primakov a las elecciones presidenciales. El resultado de la
votación desbarató esos cálculos. Se estableció un entendimiento tácito de
manera inesperada entre los comunistas y los del oso, partidos mayoritarios,
opuestos en el fondo, ciertamente, pero que compartían un mismo apego a la patria
y la convicción de que el Estado debía representar un papel real en la vida
económica y social.
Tres meses antes de las presidenciales,
nadie sabía cómo acabaría todo aquello. Al día siguiente de las elecciones de
diciembre, Yeltsin callaba; sus más íntimos y su familia deploraban aquel
silencio. Y después llegó el 31 de diciembre. Llegado al Kremlin a primera
hora de la mañana, Borís Yeltsin pasó un rato con el patriarca Alejo. Justo a
mediodía se dirigió al país. En todas partes se encendieron los televisores, y
Rusia, estupefacta, oyó un discurso absolutamente inesperado.
Borís Yeltsin concluyó esa patética
despedida anunciando que “conforme a la Constitución, Vladímir Vladimirovich
Putin asumirá la presidencia provisional hasta las elecciones, que tendrán
lugar dentro de tres meses”. Era el fin de una época histórica excepcional, el
fin de una presidencia de la que más tarde se haría balance. Al abandonar el
Kremlin, el presidente legó a Putin un último consejo: “Cuide bien de Rusia”.
Traducción de Ana
Herrera
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