27 de septiembre de 2016
ANA PALACIO. TRIBUNA ¿Fin de la supernación europea?
¿Fin
de la supernación europea?
La nueva UE no tendrá nada que ver con el paraíso
terrenal, símbolo de integración y con capital en Bruselas con el que tantos
han soñado
EL PAIS - ANA PALACIO
Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo REUTERS
Desde el inicio de la crisis de la
eurozona en 2008, la Unión Europea ha mantenido en política una dinámica
intergubernamental bajo un manto de supranacionalismo que se va desvaneciendo a
medida que progresa la preparación de las negociaciones sobre la salida del
Reino Unido. La pregunta es hoy si cristalizará una Unión dominada por sus
Estados miembros. La supremacía de los Estados –en particular de Alemania– en
la toma de decisiones de la UE no es nada nuevo. Ya se puso de manifiesto
cuando, en plena crisis del euro, la canciller alemana, Angela Merkel, su
ministro de finanzas, Wolfgang Schäuble, y el entonces presidente del Consejo
Europeo, el belga Herman Van Rompuy, tomaron las riendas del proceso. Pero
subsistía el mito del supranacionalismo y, tras la toma de posesión de
Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión en 2014, el brazo ejecutivo
de la UE se presentó como la institución capaz de liderar el camino hacia lo
que en su discurso del estado de la Unión de 2015 el propio Juncker denominó “más
unión en nuestra Unión”.
Su discurso de este año ha sido mucho más
sobrio. Así, la votación de junio a favor del Brexit ha significado un
correctivo no sólo para Juncker, sino también para todos los eurófilos de la
Comisión, excluidos de la subsecuente discusión sobre el futuro de la Unión,
con la notable excepción de la Comisaria de Competencia, Margrethe Vestager,
que ha hecho bandera de una posición de fuerza en materia fiscal cuyas
consecuencias están todavía por determinar.
La batalla se ha librado principalmente en
el Consejo Europeo, liderado por Merkel. Resulta imposible hoy predecir qué
forma adoptará la nueva UE, pero sí resulta evidente que no tendrá nada que ver
con el paraíso terrenal símbolo de integración y con capital en Bruselas con el
que tantos han soñado, en particular en la Comisión.El presidente del Consejo
Europeo, Donald Tusk, ha sido diamantino con su descalificación a los “ingenuos
euroentusiastas” y su llamada a una Europa más modesta –que prometa menos y
cumpla más– resumida en su declaración: “entregar nuevos poderes a las
instituciones europeas no entra dentro de lo deseable”, formulada poco antes de
la reunión de Bratislava, por primera vez un Consejo Europeo a 27, sin el Reino
Unido. En esta misma línea, Merkel ha dedicado el verano a sondear a los
Estados miembros y su liderazgo como hilo conductor de las negociaciones sobre
Brexit y el futuro de la UE, y así ha quedado patente tanto en las discusiones
como en las conclusiones de la cita de Bratislava.
En cuanto a la Comisión, la única decisión
de sustancia que ha tomado en los últimos meses ha sido la designación de
Michel Barnier como representante en estas negociaciones con el Reino Unido.
Sin embargo, con una situación de hecho de apropiación del proceso por parte
del Consejo, no se ve cuál va a ser su margen de actuación práctica. Dada la
primacía de los asuntos internos de los Estados miembros en el Consejo Europeo
en este momento de deriva política del continente, pensar en una UE
intergubernamental ya es mucho soñar.
Donald Tusk ha definido el nuevo paradigma:
“entregar nuevos poderes a las instituciones europeas no entra dentro de lo
deseable”
En Alemania, con la perspectiva los
desastrosos resultados del Partido Democristiano en las últimas elecciones
regionales –incluso en el Estado natal de la canciller Merkel,
Mecklenberg-Pomerania-Occidental–, las elecciones federales de 2017 podrían
encaminar al país –y su interpretación del liderazgo europeo– en una dirección
muy distinta. Pero éste no es el único foco de incertidumbre: Italia se
enfrenta a un referéndum constitucional a finales de año, y Francia y Países
Bajos celebrarán elecciones el que viene, por no hablar de la situación que
vive España.
Todo lo anterior no significa que el
supranacionalismo esté condenado al pasado. Pero sí es probable que los
intereses partidistas nacionales sigan marcando la agenda, al menos mientras
los procesos electorales de mayor trascendencia no estén clausurados. Y si es
cierto que la vía europeísta no se ha esfumado, para transitarla sería necesario
que el letargo actual no desembocara en atrofia institucional.
Recobrar la confianza de la opinión pública
resulta crucial. Hasta ahora la UE ha avanzado dando equivocadamente por hecho
que contaba con el apoyo ciudadano. Tal y como Hubert Védrine, antiguo ministro
de exteriores francés, sintetizó recientemente, sólo entre un 15 y un 20% de
los europeos son eurófilos, otros tantos son eurófobos, y el 60% restante se
compone de euroescépticos. Su duro análisis es acertado.
Por simplificar, para gran parte de la
ciudadanía europea las instituciones carecen de legitimidad por razones bien
claras: la comunicación es pobre, impera la percepción de déficit democrático,
cada vez es más habitual que Estados miembro erijan a la Comisión en chivo
expiatorio, y la arquitectura institucional es defectuosa. Por mucho que
Juncker y Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, ensalcen la méthode
communautaire hasta la saciedad, el signo de los tiempos es otro.El resultado es
evidente: en su lucha por forjar la Europa del futuro, las instituciones
carecen tanto de la autoridad como del apoyo necesario para abordar iniciativas
ambiciosas –o simplemente incluso para salir al terreno de juego–. Pero esta
situación de introspección nacional puede en realidad suponer una buena
oportunidad para que las instituciones de la UE reduzcan la brecha de la
legitimidad.
Pero deben abandonar la lírica en torno a
acciones futuras que nunca se cumplen, o los programas grandilocuentes con
escaso impacto real. Deberán, por el contrario, completar iniciativas clave
como la urgente unión bancaria, mejorar el sistema de rendición de cuentas, y
asegurar que la opinión pública entienda el trabajo de las instituciones. Y
supone, además, no trasladar a su seno los conflictos políticos nacionales ya
que en este campo tanto la Comisión como el Parlamento Europeo tienen todas las
de perder.
Este enfoque parece prudente porque lo es.
No es momento para tomar atajos arriesgados, sino para adoptar medidas
meticulosas, progresivas y bien meditadas que consigan recuperar sólida y
gradualmente la confianza de los ciudadanos. La lista de prioridades concretas,
relativamente modesta, presentada por Juncker y Frans Timmermans,
vicepresidente primero de la Comisión, parece un buen punto de partida. La gente
no es tonta y por lo general es capaz de discernir cuando intentan engañarla.
Está cansada de retóricas vacías y de iniciativas a medio cocer. Sólo si las
instituciones se centran en medidas concretas de forma creíble y transparente
podrán garantizar que el intergubernamentalismo actual quede en una mera etapa
más del proyecto, y que el futuro de Europa sea Europa.
*Ana
Palacio, PP, ex
ministra de Asuntos Exteriores de España y ex Vicepresidenta Primera del Banco
Mundial, es miembro del Consejo de Estado de España.
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