7 de junio de 2016
Confesión de un arcabucero español que no halló perdón y fue ejecutado en Flandes
Un soldado español es apresado en Flandes mientras luchaba en las filas holandesas. Sus antiguos compañeros desconfían de él y lo llevan a Amberes. Desesperado, se ofrece para informar de los detalles que ha observado durante su estancia más allá de las líneas enemigas. Fortificaciones, movimientos subversivos... Pero todo es inútil. La justicia militar es rigurosa con los delitos de deserción en los Tercios. Su nombre es Pedro de Mondragón. Y va a morir al acabar la confesión. Corre el mes demayo de 1575.
Su historia emerge de un papel amarillento, con huellas de intemperie, escrito en el frente durante los inicios de la guerra de los Ochenta Años, que ha sobrevivido desde entonces y terminó en los fondos de la Hispanic Society of America. Su signatura: «Altamira Papers, Box 18, Floder II, document 3». Quien lo ha hallado es el historiador Geoffrey Parker, uno de los más destacados especialistas mundiales del reinado de Felipe II y tal vez uno de los más brillantes historiadores militares de la época y el Imperio español. Pasados 440 años, sus manos pudieron desplegar los folios de aquella vieja confesión.
Pedro de Mondragón está asustado. Ante el auditor militar despliega un afán colaborador que pueda otorgarle perdón. Pero su confesión es caótica, nerviosa, en ella se mezclan informaciones de diversa naturaleza. La maquinaria de la justicia militar es paciente y escucha, pero será implacable. Relata que ha pasado siete semanas en «Luberstain» (Loevestein, cuyo castillo cambió dos veces de manos entre 1570 y 1572, quedando desde entonces en posesión de los holandeses). Debió desertar allá por marzo...
Queda la duda: ¿fue apresado o desertó? Tanto el hecho de que fue detenido en una escaramuza mientras luchaba para el enemigo como su ejecución posterior apuntan a que fue uno de los múltiples desertores de los Tercios en aquella época. Los veteranos llamaban «dar el tornillazo» al cambio de bando.
Mondragón señala las fortificaciones de once pies que están haciendo arrimadas a la murallaen Loevestein y les indica a sus antiguos compañeros por dónde podría resultar victorioso un ataque por sorpresa, poniendo un pontón por el otro extremo, donde el foso está seco, y utilizando un par de piezas de artillería. Lo tiene todo planeado.
Siempre con retrasos en la paga y viviendo en condiciones durísimas, la deserción y el motín fueron los delitos más comunes en aquellos años de guerra. Hubo 46 motines entre 1572 y 1607. El desertor era castigado con la muerte, aunque cuando se atrapaba a un grupo de desertores no era poco habitual sortear a quién ejecutaban como escarmiento para que el resto tuviera buenos motivos de reengancharse.
Y tal es la intención que confiesa Pedro de Mondragón: quiere hacer un gran servicio «a su Magestad» e incluso habla de otros dos españoles apresados en el castillo que podrían ayudarle en un ataque por sorpresa. Da sus nombres: Juan López y Francisco Perpiñán, «de manera que fuesen perdonados, porque desean salir de los enemigos y volverse al servicio de su Magestad».
Pero la mala fortuna de Pedro de Mondragón ha comenzado antes. En la escaramuza en la que fue detenido murieron los otros dos españoles que luchaban con él contra los Tercios. Así que ya no queda con quién echar a suertes la ejecución. Era sí o sí. Estaba solo, a no ser que convenciese a todos de que tenía un as en la manga, una información que pudiera cambiar el curso de la guerra.
Geoffrey Parker ha encontrado otra referencia a estos hechos en el Archivo de Simancas. Una carta de don Diego de Zúñiga a Felipe II, con fecha de 29 de mayo, le informa de la escaramuza que debió ocurrir a mediados de mayo de 1575, y confirma que mataron a dos desertores y apresaron a un tercero, que será arcabuceado. Ese debe ser Pedro de Mondragón. Lo que esta carta añade de intriga es que si el desertor habla de López y Perpiñán como presos aún tras las líneas, no deben ser los dos que mataron al apresarle.
Toda guerra es escenario de inmensos y caóticos movimientos de seres humanos. Y Flandes no es una excepción. El duque de Alba había llegado a Flandes con 8.795 soldados en agosto de 1567. Diez años después, según se documenta en la monumental «Historia Militar de España», dirigida por Hugo O’Donnell, quedaban solo 4.093. La dureza de la guerra, la hostilidad del ambiente, así como las carencias y el retraso de las pagas minaban la moral. Cierto que el ejército proveía alimentación, alojamiento, atención sanitaria y asistencia religiosa a los soldados. Casi siempre funcionaban bien.
Los soldados solían tener criados y a veces incluso la familia les acompañaba. En los campamentos cercanos al teatro de operaciones, donde se instalaban por nacionalidades, el ejército tenía asociada una cola de civiles, entre los que destacaban los criados, los asentistas que vendían alimentos y municiones, las prostitutas siempre reglamentadas, y algunas familias. En el caso de Flandes la cola de civiles llegó a superar más del 50% del total de volumen de gentes.
Al Rey no le gustaba que sus hombres casaran en el frente, pero lo hacían, por cientos. En el siglo XVII se registró un 50% de matrimonios mixtos de soldados españoles y mujeres holandesas. A pesar de todos estos detalles, la milicia era una carrera atractiva por la imagen de fortuna y acumulación de riquezas que se asociaba a quienes participaban en sitios y caídas de ciudades.
Sin embargo, el oro y las joyas de los botines no era tanto como se decía, así que los Tercios fueron el lugar de las más estrechas solidaridades. El orgullo de ser españoles y la camaradería eran la verdadera argamasa de los asombrosos logros de aquellos hombres. Las unidades eran estables durante años. Tanto que, después de las viudas, fueron los compañeros de armas los destinatarios en sus testamentos de todos los bienes que poseían los veteranos, a veces después de 30 o 40 años de servicio.
Pedro de Mondragón vivió y murió en ese torbellino. Habló a sus captores de que conocía gente que quería traicionar al príncipe de Orange y que lo había compartido con «López de Salcedo y Martín Ruiz». Con ellos quería organizar una matanza como la Masacre de San Bartolomé, ocurrida 3 años antes en París.
«Curioso –dice Parker– que Mondragón conociera tantos detalles». Al historiador le da la impresión de que fue una añagaza, trataba de que le encomendaran una misión para escapar al castigo. «Buen intento», añade el historiador. Además, el detenido indica a sus captores que los holandeses están desmoralizados y no podrán mantener la guerra un año, «porque los bastimentos valen caros, y la tierra esta necessitada, porque es menester un hombre hordinario en una villa para comer moderamente un escudo» (sic).
Pedro de Mondragón murió arcabuceado en la plaza del castillo de Amberes, como tantos desertores pagó con su vida. Parafraseando al Pound de los «Cantos», este soldado español fue un hombre sin fortuna cuyo nombre estaba por venir, ..., en efecto, su nombre ha llegado para contarnos su historia al desplegar un polvoriento papel escrito en apretada letra cortesana, con huellas de humedad y que nos hace interrogarnos sobre el paso del tiempo y lo que venimos a hacer en este mundo.
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