16 de diciembre de 2014
Tres problemas de la Universidad
EL PAIS - FRANCESC DE CARRERAS 16 DIC 2014 - 00:00 CET
En este periódico se están publicando una serie de reportajes para averiguar la situación de nuestra Universidad. Nada más oportuno. En los últimos tiempos, en estos años de aguda crisis económica, se ha dado la impresión de que los únicos problemas de la Universidad pública eran debidos a los recortes presupuestarios. Ojalá fuera así; se trataría sólo de problemas económicos. Sin embargo, los verdaderos problemas son de mayor calado y de más difícil solución. Es más, y esto es lo peor, creo que el rumbo por el que discurre la política universitaria es básicamente equivocado: la situación se agravará y enderezar este rumbo no resultará fácil. Factores internos y externos a la Universidad lo dificultan seriamente.
Así pues, al hilo de las crónicas de EL PAÍS, aprovecho la ocasión para exponer algunos, sólo algunos, de estos problemas. El primero es externo a la Universidad, aunque decisivo por su repercusión en ella. Me refiero a la formación que los estudiantes reciben en la enseñanza primaria y secundaria, una formación sumamente deficitaria cuando menos a dos niveles: ni adquieren suficientes conocimientos generales ni tampoco el hábito de estudiar. La responsabilidad principal es del modelo pedagógico. Un modelo en el que se ha dado prioridad a preservar una supuesta felicidad idílica del niño y del adolescente, evitarle imaginarios traumas psicológicos, subestimando así la adquisición de conocimientos básicos; y, sobre todo, no enseñándole que, en la vida, todo aprendizaje exige esfuerzo. La subestimación de las calificaciones escolares, el rechazo de la memoria como instrumento del saber y la sustitución de los exámenes por sencillos trabajos escolares han resultado técnicas perniciosas para la educación de los jóvenes.
Esta filosofía pedagógica que empezó en primaria y luego se extendió a toda la secundaria ha provocado que los estudiantes accedan a la Universidad indefensos ante lo que se les viene encima: no sólo escriben muy defectuosamente, sino que el simple hecho de leer les supone un esfuerzo insuperable. Los más capacitados saben espabilarse solos; el resto, desorientado, se queda por el camino. El mal causado, en muchos casos, es irremediable: aquello que no se les enseña en primaria y secundaria es muy difícil que se aprenda después en los estudios superiores. Por el momento, no se advierte rectificación alguna ante tan desastrosa situación. Por el contrario, este modelo pedagógico se está trasladando a la Universidad.
Un segundo problema está en los criterios de acceso al profesorado, una de las claves para toda Universidad de calidad. El tradicional sistema de oposiciones —es decir, de pruebas públicas ante un tribunal elegido por sorteo entre especialistas en una materia específica— ha subsistido hasta el año 2007, en el que la vigente ley de universidades, la LOU, lo reformó profundamente: la oposición se ha substituido por la acreditación, la cual consiste en que una comisión, designada por el Ministerio de Educación, formada por profesores de distintas materias —no necesariamente por expertos en la especialidad de quien se presenta— y sin dar publicidad alguna a sus deliberaciones, examina el currículum del concursante y le acredita o no como profesor en alguno de los diversos grados docentes.
Ciertamente, como es bien sabido, el sistema de oposiciones anterior, en todas sus diversas variantes, no garantizaba de manera infalible la selección de los mejores. Ningún sistema de selección de personal es perfecto. Ahora bien, cuando menos, el tribunal que seleccionaba a los profesores estaba compuesto, primero, por especialistas en la materia; segundo, estaban designados, en todo o en parte, por sorteo y los concursantes realizaban unas pruebas donde sus méritos se debatían en público.
En el sistema actual, en cambio, el tribunal no está formado por especialistas. Es designado por un órgano vinculado al ministerio, juzga a los candidatos sin pruebas públicas y ni siquiera llega a entrevistarles personalmente. Los criterios mediante los cuales la comisión adopta sus decisiones son simplemente cuantitativos: número de libros o artículos publicados, años de docencia y antigüedad, cargos académicos desempeñados. En ningún momento se comprueban los conocimientos del concursante ni su grado de preparación para la tarea universitaria. El campo para la arbitrariedad escapa al control de los mismos miembros de la comisión. Una vez el concursante resulta acreditado, la asignación a la plaza es determinada por las propias universidades. Las facilidades para la famosa endogamia son mucho mayores que antes.
A mi modo de ver, el profesorado universitario debe seleccionarse, bien mediante pruebas objetivas y públicas para acceder a la condición de funcionario, bien mediante contratos temporales. Todo sistema intermedio, como es el actual, conduce a la no distinción entre los competentes y los mediocres. Es decir, es el menos estimulante de los escenarios.
En tercer lugar, el gobierno de las universidades cambió radicalmente, como era inevitable, al desarrollar la autonomía que prescribe la Constitución. Pero a la autonomía se le añadió, de forma confusa, la denominada democracia universitaria. En el nombre de ambas se han justificado medidas y actitudes que, en realidad, lo único que han reflejado es la perversión de ambos conceptos.
La autonomía universitaria no es política —como la de las comunidades autónomas, por ejemplo—, sino que es funcional; es decir, las competencias que la Universidad ostenta en virtud de su autonomía no tienen como finalidad defender los intereses generales sino la libertad académica, o sea, la libertad de enseñanza y de investigación. Por tanto, la Universidad es autónoma de forma limitada, es decir, sólo en función de la garantía de la libertad académica; no es autónoma para tomar decisiones en todas las materias que le afecten.
En este último aspecto, las universidades están, o deberían estar, sometidas a los poderes públicos competentes —Estado y comunidades autónomas— por dos razones: primera, porque la sociedad está interesada en las funciones docentes e investigadoras que la Universidad realiza; es decir, en tener una fuerza de trabajo compuesta por buenos especialistas en los distintos saberes y profesiones. Y segunda, porque esta es la razón por la cual, con el dinero de todos los contribuyentes, las Administraciones financian las universidades públicas, ya que las tasas de los estudiantes solo cubren el 15% de los gastos, y los ingresos propios el 5%, con lo que el 80% restante corre a su cargo. Por tanto, si bien las decisiones de estos poderes públicos no pueden afectar el ámbito de la libertad académica, en las demás cuestiones la competencia debe ser estatal o autonómica, de acuerdo con el adecuado reparto de competencias.
En efecto, las autoridades universitarias no tienen legitimidad democrática para asuntos de interés general, dado que el cuerpo electoral que elige los cargos universitarios está compuesto por un reducido grupo de ciudadanos con unos intereses particulares: profesores, estudiantes y Personal de la Administración y Servicios (PAS). Sin embargo, la autonomía universitaria ha sido tan malentendida que, en cierta manera, se tiende a considerar que todo lo que afecta a la Universidad debe ser decidido por las autoridades académicas. Ello es un error respecto al concepto mismo de democracia.
Las materias de interés general deben ser reguladas por los representantes de los intereses generales, por los poderes públicos, cuya legitimidad proviene del pueblo. Si no fuera así, algo que es de naturaleza pública estaría gobernado por los representantes de unos intereses particulares, especialmente por los intereses de quienes tienen mayor peso, los profesores, que, lógicamente, no atienden a los fines públicos sino a los intereses de su corporación. Así pues, la forma de gobierno de la Universidad no es democrática, sino corporativa: nada que ver con la idea de democracia.
Estos son algunos problemas de la Universidad pública. Pero hay muchos más. Habrá que seguir reflexionando.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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