“Entre que tú llegas un cuarto de hora tarde y que yo me voy media hora antes, esto es un cachondeo”. El veterano profesor farfulla la queja sin alterar el tono que usa durante toda la clase. Una perorata en la que los alumnos de Periodismo aprenden que hizo de joven el camino de Santiago o que compra revistas de equitación… “Sé más de la vida de este que de la tuya”, susurra una alumna a su compañero. Mucha batallita y poco temario. Hoy toca la empatía y los procesos de identificación con la audiencia. Sin embargo, la clase aburre y acaba en bronca. “Si no te interesa la asignatura no vengas”, le espeta el profesor a una que está hablando. “Precisamente porque me interesa hablé con usted sobre cómo la da”, contesta ella. “Tú es que no entiendes el método socrático, y ese carácter te va a traer problemas… Ten cuidado”. Con esto el profesor se levanta por primera vez de la silla, para marcharse, media hora antes de lo que toca.
“Dar clase se ha convertido en un castigo”, dice un profesor. “Los buenos no tienen incentivos, y los malos todas las excusas”
Para atisbar cómo se enseña en la universidad pública, EL PAÍS asistió durante una semana a clase como un alumno más de la
Complutense de Madrid. No teman, la clase descrita fue la peor con diferencia de una decena de profesores, turnos, cursos y facultades. Una muestra diminuta teniendo en cuenta que solo en la Complutense hay unos 6.000 profesores. Sin embargo, basta una semana de vuelta a clase para repasar algunas lecciones. La primera: lo que pasa tras la puerta cerrada de un aula, allí queda. “En la universidad pública existe una cultura de reinos de taifas en la que el profesor es dueño y señor dentro del aula”, dice Clemente Lobato, profesor de Ciencias de la Educación en la Universidad del País Vasco. “Esto va cambiando, aunque lentamente, hacia una cultura donde la educación es un proceso colectivo”.
En la misma facultad del profesor presuntamente "socrático" encontramos otro que parece dar clase en un planeta distinto. Es un par de décadas más joven y arranca su clase sobre la Unión Europea comentando —de pie y moviéndose por la clase— los titulares de la semana. Usa
la visita del Papa al Parlamento Europeo para preguntar por qué este tiene más de una sede. Nadie lo sabe, así que encarga averiguarlo para la siguiente clase. Es serio pero entusiasta, lo que hace más digerible el plomizo reglamento europeo sobre la prensa, que él trufa de ejemplos actuales como
los pinchazos de News Corp. Acaba llevando la clase hacia un debate sobre las tertulias televisivas. No es una charla de bar. Los chicos hablan sobre polarización, falsa pluralidad, conglomerados mediáticos… Cuando el profesor se marcha, ellos siguen.
Notas de maestros
- El programa de evaluación Docentia se está implantando voluntariamente en 44 de las 48 las universidades publicas.
- Usa tres fuentes: profesores, responsables académicos y, sobre todo, una encuesta a los alumnos. ¿Cumple el profesor con horarios y tutorías, es claro, accesible, bueno? ¿Despierta tu interés?
- Docentia es un modelo, los centros deciden si los profesores están obligados a evaluarse (solo en XX centros) y las consecuencias de la nota.
- 10 universidades públicas aplican Docentia con la certificación de la ANECA que exige que se evalúe al menos al 30% del claustro, que los resultados agregados se publiquen, que conlleven consecuencias para los profesores y que haya planes de formación para mejorar.
Las clases observadas fueron todas teóricas y de grado. No se han visto las prácticas y seminarios impulsados por el
Plan Bolonia. Aún así, la forma de impartir teoría varía muchísimo.
Dado que no hay información oficial sobre cómo dan clase los profesores, para decidir cuáles escoger en este experimento (excelentes, buenos, regulares y malos) hay que contrastar las mismas fuentes que usan los alumnos al matricularse: bar, pasillos y
Patatabrava.com. Comentarios sobre el primer profesor en esta web para universitarios: “No intentes ir de listillo, los chistes los hace él”; “ni se te ocurra cogerle, falta al respeto, no se le entiende cuando habla, llega a clase a la hora que le apetece”; o “pone más empeño en contar sus batallas que en explicar el temario”. Del segundo: “Vale la pena asistir”; “clases amenas”; o “explica de maravilla, se implica con sus alumnos y aprendes un montón”.
“No vamos a dar, ofrecemos información útil y no institucional para que el alumno tome decisiones”, explica Oriol Solé, fundador de PatataBrava.com, donde los comentarios ofensivos se eliminan. Lo que más alaban de un profesor: que sepa mucho, esté al día y comunique bien. Lo que más critican: la falta de interés. “No vayas, se limita a leer los apuntes”, se repite en los comentarios.
“Lo que opinan otros alumnos sobre un profesor es un criterio fundamental a la hora de escoger asignatura”, dice Dan Levy, experto en formación y profesor en el
Kennedy School de Harvard, donde las encuestas son obligatorias y públicas. “Es una herramienta muy útil para ellos”, dice, “pero aún más para los profesores que usan este
feedback para mejorar”.
En muchas universidades españolas, las encuestas además de no ser públicas, son voluntarias. Solo se prestan a ellas los profesores que quieren. “Los malos no las hacen, sobre todo si son titulares o catedráticos y no necesitan puntos para ascender”, se lamenta Marina Escorza, portavoz de la asociación estudiantil Puño y Letra de Filología. “Pueden decir cualquier barbaridad en clase, que nadie les toca, son la casta universitaria”.
En 2012 la Complutense evaluó a 1.335 profesores (de 6.289), se prestaron a ello el 60% de todos los profesores ayudantes doctores, pero solo el 8,5% de los catedráticos. “Si fuesen obligatorias tendrían sentido”, apunta Carlos Gómez Lanz, de la delegación de estudiantes de Medicina. “Los alumnos saben que no va a afectar a la forma en que se da clase, así que no las rellenan”.
El Plan Bolonia trajo consigo
Docentia, un programa de evaluación docente que usan 44 de las 50 universidades y que ayuda a implementar la
Agencia nacional de evaluación ANECA, que desde 2007 ha certificado su aplicación en 10 centros públicos. Es la enésima fórmula para que se rindan cuentas. En la
Oficina de Calidad de la Complutense admiten los escollos para evaluar. “La meta es que en el futuro Docentia sea obligatorio y público... Pero en la universidad los cambios van despacio”, dice Alfredo Pérez, jefe del servicio. “El problema son las consecuencias”. La laxitud o firmeza de las mismas depende de cada centro. En general, una buena evaluación da puntos para acreditarse y ascender. Una mala puede suponer un toque, una recomendación para asistir a un curso o la negación de un aumento. “A mayor recompensa y sanción mejor funcionaría... Pero hay sindicatos, estatutos. Estamos hablando de funcionarios. Es delicado y falta voluntad política”, dice Pérez.
“Es injustificable no evaluar la docencia”, dice un experto en formación.
Recortes aparte, profesores y alumnos señalan dos males endémicos que obstaculizan la mejora de la docencia. A) La universidad es una estructura inmovilista que se rige por antigüedad y jerarquía (un profesor la define como “casi medieval”, un alumno como “un dinosaurio”). B) Vale más ser buen investigador que buen docente: la academia lo premia monetariamente y con menos horas lectivas. “Enseñar se ha convertido en un castigo”, dice Rodríguez Victoriano. Resultado: “Los profesores buenos no tienen incentivos, y los malos tienen todas las excusas”. Al final, depende de las ganas que le ponga el profesor.
“Hay algunos geniales, que inspiran”, dice el portavoz de los jóvenes médicos. “La media está bien. Poco a poco hacen clases más participativas, más evaluación continua… Pero siempre va a haber ese catedrático que lleva 40 años leyendo los mismos apuntes”. “A los profesores les falta calle”, resume la alumna de Filología. “Bolonia es una cosa sobre el papel y otra en realidad... La mayoría de los profesores siguen soltando su rollo, con más o menos talento”.
El panorama que pintan muchos estudiantes es que hay una minoría de profesores excelentes y otra de nefastos (sobre ambos hay cuórum). Entremedias, un amplio montón, mejor o peor valorados. En Derecho aburren un par de profesores que, sin moverse de la silla, desgranan desapasionadamente el Código Civil. Los alumnos prefieren a otra que ilustra los artículos con casos y sentencias. Las opiniones no tienen que ver con el uso de la tecnología (una de las obsesiones de las evaluaciones institucionales, junto a la participación), con lo chisposa que sea la materia, ni lo “hueso” que sea el profesor.
“Hay profesores que dicen barbaridades y nadie les toca”, se queja una alumna
La tibia es la protagonista de Anatomía I. El serio doctor dibuja con maestría huesos, músculos y venas a mano alzada en la pizarra mientras lanza como una escopeta “vean cómo se inervan el poplíteo, el sóleo, y el plantar”, “aquí tienen el retináculo de los músculos extensores”, “esta es la arteria para la diáfisis tibial” y cosas peores. Es una clase densa y complicada, pero los alumnos la adoran.
Los mejor valorados en los pasillos (cinco de los ocho de ese montón intermedio) son los más entusiastas. Los que hablan con más énfasis y gesticulan más. Los que ponen ejemplos, preguntan y a los que se oye. Parece de Perogrullo, pero sorprende el número a los que no se entiende bien. También la queja constante sobre cómo no les da tiempo a enseñar como quieren. “¡Ay, Bolonia, Bolonia!”, clama un profesor de Literatura que se ventila Los Amantes de Teruel en tres minutos y una manida postal (“yo no uso power points de esos”). Sus clases siempre empiezan media hora tarde.
“La docencia es mucho mas difícil de evaluar que la investigación, pero es injustificable no hacerlo”, opina Clemente Lobato,
que asesora cursos para enseñar a enseñar. “Buscar la excelencia requiere un cambio de mentalidad por parte de algunos profesores y también del sistema, que debería darle más importancia”.
La última lección aprendida en una semana versa sobre los alumnos. En clase se ve de todo. Una chica compra bolsos por Internet durante una hora. Otros hablan sin parar. Pasa más en las clases malas, pero no solo. Durante una apasionada lectura de la Apología de Sócrates, en la que una valorada profesora se deja el alma y la garganta, una alumna echa la siesta. La asistencia nunca supera la treintena (aunque haya el doble matriculados). Eso sí, van cientos de amigos de Facebook y Whatsapp, que los alumnos consultan sin pudor en móviles y portátiles. Bastantes reconocen no saber cómo se llama quien acaba de darles clase. Y la evaluación docente no aparece en las reivindicaciones estudiantiles. “Entre las becas, las tasas, los planes de estudios… Son demasiadas cosas”, dice la portavoz de Puño y Letra. Aun así, todos coinciden en que un buen profesor nunca se olvida.
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