29 de julio de 2014
El muy honorable gran defraudador
TRIBUNA
el pais - XAVIER VIDAL-FOLCH 29 JUL 2014 - 00:00 CEST
No se trata de un asunto individual. Ni mucho menos.
La pretensión de que el fraude fiscal continuado de Jordi Pujol y su familia durante 34 años es “un tema estrictamente privado, personal y familiar que nada tiene que ver con Convergència”, como adujo el viernes su sucesor, Artur Mas, es falaz. Y de rigor moral liviano.
No es un tema personal, por el contenido específico del hecho en sí. Defraudar a Hacienda es el (presunto) delito más público, porque con él no se sustrae dinero a un solo individuo, sino que se detrae al conjunto de la ciudadanía. Y esta debe pechar con el incumplimiento del evasor fiscal: pagan, entre todos los contribuyentes, lo que algunos dejan de pagar; o reciben menos servicios, o peores, de los que en derecho se les debe.
Es también un asunto público, de la moral pública de un gobernante porque Pujol ocultó deliberadamente la infracción a sus electores y los demás ciudadanos. Les engañó desde el mismo año 1980 en que estrenó su primer mandato como presidente de la Generalitat: más precisamente, escribió, desde cinco meses después, cuando murió su padre, Florenci, el primer evasor de la cadena familiar.
Ética, estética y políticamente concurren además tres agravantes. Uno es que la ocultación de detalles clave (cuantía, fechas, lugares, concepto, reparto) se perpetuó en su infausto comunicado del día 25. Para enmascarar la realidad, Pujol Soley atribuyó su fortuna familiar en paraísos fiscales al “rendimiento de una actividad económica de la cual ya se ha escrito y comentado”, protagonizada por Florenci. Esta “actividad económica” evoca a buen seguro su evasión fiscal a Suiza, por la que apareció en una lista de evasores publicada por el BOE en 1959 y por la que fue levemente castigado. Si el hijo dice ahora la verdad (era en su generación muy raro que un suegro testase en favor de una nuera, obviando a la propia, y muy querida, hija), el caso suma más de 55 años de ilegalidad, a través de tres generaciones.
Desde 1980 se ha mantenido la ocultación deliberada de la infracción a los electores y demás ciudadanos
Otro agravante estriba en la excusa que el hijo atribuye al padre: tras la brutal experiencia de la guerra “tenía miedo de lo que podía pasarle a un político muy comprometido”. Prudencia verosímil, incluso loable previsión, la del síndrome del exiliable. Pero que usa para confundir: se puede tener dinero en Suiza, incluso legalmente, pagando los correspondientes impuestos. No se dejen marear por la mezcla indebida de seguridad y fraude.
El tercer remache es la enervante coartada de que “lamentablemente no se encontró nunca el momento adecuado para regularizar” esa herencia. ¿Por desorden, por despiste, por falta de calendario? ¿O acaso por grácil racanería, porque la mayoría de la familia beneficiaria no quiso acudir siquiera a la generosa última amnistía fiscal, pues habría tenido que pagar un leve 10% del patrimonio negro? ¿Se creían su halo de impunidad, convencidos de que el pasado de su jefe de filas como valiente antifranquista y patriarca de la democracia y la autonomía, le otorgaba patente de corso para cualquier desatino?
Atención: esas consideraciones se formulan teniendo en cuenta solo su confesión, y no los indicios judiciales sobre actuaciones (quizá) ilegales del clan. Otros son más duros. “Seguramente se lo merece” (el escarnio público), musitó ayer su austero cuñado y ex alter ego, el respetado historiador Francesc Cabana, harto de poner siempre la mano en el fuego por él... y de quemársela.
Contra lo que sostiene Mas, el asunto desborda el ámbito personal, porque Pujol lo ha sido todo en Convergència, su fundador y su ideólogo; y es, hasta hoy, no un abuelo cebolleta, sino su presidente de honor e icono histórico por haber presidido la Generalitat en seis legislaturas. Mas debería saberlo como el que más: fue su consejero de Finanzas, su conseller en cap, su hereu político en el liderazgo de CDC, nombrado a dedo por Pujol, en detrimento de Josep Antoni Duran Lleida.
Por eso Mas exaltó un día a “la persona que ha destacado por encima de las demás, que ha asumido el mayor riesgo y también el liderazgo de nuestras acciones y que obviamente tiene, de mucho, el mérito principal: el presidente Pujol” y “los que más alto podemos decir todo esto (...) somos precisamente las personas que tomamos su relevo, que recogemos su testimonio”. Era su discurso, el 20 de enero de 2002, al ser proclamado candidato de CDC a la Generalitat.
Por eso, o Mas rebobina su blandenguería y sutura de cuajo elcaso Pujol o este, como Sansón con el templo, le arrastrará a su sepultura política y cívica.
Pujol ha pretendido con su confesión una “expiación”, de cariz religioso, más que político. Olvida que aquella exige decir los pecados al confesor (todos y con detalle, no alguno inconcreto y sin cuantificar; y ante quien corresponde: la sede del Parlament); propósito de la enmienda (incompatible con la ocultación de parte del pasado) y cumplir la penitencia: renunciar a los cargos, prebendas, títulos, fundaciones y subvenciones, que es la versión laica de hacerse monje de clausura. Y es que ¿alguien decente aspirará jamás al bello tratamiento de Molt Honorable, si lo continúa detentando el Gran Defraudador?
El terremoto moral que está suponiendo en Cataluña la confesión del expresidente solivianta a los ciudadanos: con una rotundidad extraordinaria para una sociedad cuya conciencia ha sido durante décadas baqueteada por el simplón moralismo asimétrico del nacionalismo pujoliano. Amenaza seriamente con destruir al propio partido fundado por Pujol. Induce a reflexionar a los soberanistas de buena fe sobre la realidad, la retórica y la causalidad del, así aireado, expolio económico de Cataluña. Y en esa medida incomoda y posiblemente obstaculice la dinámica del proceso independentista, al que el viejo dirigente otorgó su bula.
Posiblemente. No es seguro, porque la alternativa radical al nacionalismo-antes-moderado está ahí, preparada, acogedora, dispuesta a engullir a Mas —quien ya exhibe tozuda inclinación a ser abrazado por el oso— y a su patrulla de admiradores de Sansón. Por cierto, ¿por qué quedaron 48 horas mudos, de repente, gentes como el locuaz portavoz Quico Homs?
Quizá rumiaban, jóvenes Brutus, una traición temprana a Mas. O quizá, en la desolación, algún prohombre de la Cataluña oficial esté pensando —además del previsor Duran Lleida, que se apartó ¿a tiempo? del diluvio— en la necesidad de modular estrategias, volver a la centralidad, desdeñar el precipicio.
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