8 de julio de 2014
Recuperar la inspiración
LA CUARTA PÁGINA
Convencidos de que los males del siglo XX provenían del triunfo de los extremismos, los socialdemócratas se comportaron a partir de la posguerra europea como reformistas consecuentes. Si no, su destino hubiera sido la irrelevancia. Un riesgo similar corren hoy.
Mantuvieron la voluntad de cambiar elstatu quo en el sentido de su tradición moral; pero sin veleidades antisistema. El Estado de derecho se convirtió en marco institucional irrebasable para sus aspiraciones de justicia social. La democracia representativa no era ya estación de tránsito hacia otra parte; ni la ley, un recurso legítimo solo cuando apuntara a los fines propios. Al conciliar voluntad redistributiva y lealtad institucional, el reformismo socialdemócrata hizo de los principios y procedimientos de la democracia constitucional un ingrediente de su concepción de la justicia; también, un criterio de legitimidad para cualquier pretensión de autoridad política. La oferta socialdemócrata se adecuaba a una demanda que requería de la política reglas ciertas y moralmente valiosas; y de las políticas, un remedio a desigualdades injustificables. En eso consisten la moderación socialdemócrata y la diferencia con otras izquierdas. Su contribución para asentar el Estado de bienestar y sus logros sociales fue determinante.
Lo dicho parece un pasado remoto por el impacto de la crisis actual, una de cuyas consecuencias ha sido evidenciar el agotamiento del Estado de bienestar o, al menos, de su aplicación al uso. Lamentablemente ahora no se dan ni las condiciones ni las actitudes para reproducir rendimientos redistributivos de antaño. Además, países como el nuestro solo podrán recomponer su Estado social en el marco de una Europa política reforzada, un proyecto en construcción y de futuro incierto. Depende de una voluntad de compromiso que sobrepasa la capacidad de un movimiento político y una nación.
1. Cuando los resultados no acompañan. Los socialdemócratas se han sentido, con razón, albaceas del Estado de bienestar. A su izquierda se ha despreciado un producto que se consideraba prueba de la rendición reformista. A su derecha, a partir de los años ochenta, no se ha perdido ocasión para achicarlo o desmantelarlo. El error socialdemócrata fue asociar su crédito, y en la práctica la identidad, exclusivamente a los resultados del Estado de bienestar. Se tomaron sus rendimientos como indicador concluyente no solo de sus triunfos, sino de la valía de sus acciones; y se descuidaron otras señas socialdemócratas. Con el pretexto de la eficacia, se aflojaron los controles jurídicos y los democráticos, se consintieron trampas a la legalidad; la democracia en los partidos se sacrificó en el altar de la democracia entre partidos. Desactivada la deferencia institucional, bajó el coste (moral, político y penal) de los incumplimientos y aumentaron las actitudes irresponsables, así como los riesgos de corrupción. Todo ello dio lugar a una democracia de baja calidad. Como si se hubiera impuesto la máxima de Maquiavelo: “Los actos acusan, pero los resultados excusan”.
2. Recuperar la decencia institucional. Esa es la respuesta a la pregunta sobre lo que deberíamos esperar hoy de los socialdemócratas, la condición indispensable para ser fiables a ojos de los ciudadanos. Más que de “otra forma de hacer política”, se trata de rescatar la manera no adulterada de practicarla. Consiste, primero, en que los ciudadanos los perciban como gente veraz, que acreditan sus opiniones e iniciativas. Así podrán salir del ensimismamiento y no irán a rastras de los acontecimientos. Y se revelarán distintos de otros que a derecha e izquierda chapotean en discursos de argumentario o alientan quimeras que llevan, ¿otra vez?, por caminos intransitables o directamente al precipicio.
La lealtad institucional no se sustenta a medias. Requiere el acompañamiento de la congruencia moral. En este sentido, los socialdemócratas deberían dejar ya ese trato inadmisible con los otros partidos en un afán compartido por colonizar las instituciones. El sistema de cuotas, por el que los partidos se reparten los puestos del Tribunal Constitucional, Consejo del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas y demás agencias públicas, ha enturbiado el desempeño imparcial de dichas instituciones, razón de su legitimidad. ¿Hay mayor prueba de sinceridad reformista que acabar con este chalaneo? El mal acoplamiento de Estado de derecho y Estado de partidos ha minado dos de los pilares de la justicia social: el imperio de la ley y el ejercicio cabal de la democracia representativa, dimensiones éticas indisociables y no intercambiables por otras.
Para revertir la situación, los partidos deberían recuperar el sentido institucional en el ejercicio de sus funciones. La simbiosis entre democracia y partidos es tal que los ciudadanos consideran decente el funcionamiento de aquella si lo es el de estos. Lamentablemente, el de la mayoría de los partidos no lo es; porque practican una socialización política que envilece la democracia, degrada el Estado de derecho e invierte las prioridades que justifica su prevalencia. Perpetuarse en el poder o vivir de la política o de las rentas que esta produce se convierte en el objetivo más buscado y menos reconocido de los que mandan en los partidos y de la clientela que les sostienen. Ello requiere una lógica de funcionamiento en la que se intercambia lealtad por puesto y exige una demanda insaciable de financiación y recursos. Con estos estímulos disponibles, el perfil del potencial participante se parece más al de un cazarrecompensas que al de un militante vocacional. En fin, con el pretexto de favorecer la competición entre partidos, estos operan en su interior como en “zona franca” exenta de controles jurídicos y democráticos, y por ello vulnerable a la corrupción.
Dado que no se ha querido renunciar a esa capacidad de control y dominio, tras 36 años de democracia carecemos de una ley de partidos que ponga fin a ese estado de excepción que representa el régimen interno de los partidos. Los que prefieren el statu quo, en momentos de zozobra seguirán apoyando a sus padrinos políticos a pesar de algunos incumplimientos. Para otros, este fracaso de “la democracia burguesa” refuerza su desconfianza congénita en el reformismo institucional, así como su fe en un recurrente modelo alternativo de sociedad. Para quienes, como los socialdemócratas, vinculan su identidad y el logro de sus objetivos al potencial de justicia del Estado de derecho, el fraude a sus normas o el fracaso de la democracia representativa resultan letales.
3. Indigencia socialista. La tragedia radica en que los sucesivos dirigentes del PSOE no se percatan de lo perentorio de la situación; ni podrán hacerlo inmersos en un medio de socialización política que solo filtra lo que gusta oír. “Todo lo que escuchábamos era el sonido de nuestra propia voz”, escribe Ignatieff en el recordatorio de su paso por la política. Durante años, esos dirigentes se han mantenido insensibles a cuantas señales de alarma se les ha enviado. Tras el declive del liderazgo de González a principio de los noventa, los socialdemócratas españoles vienen dando palos de ciego, indigencia estratégica que se agravó en el momento Zapatero. El anuncio de un tiempo nuevo o una refundación suena a canturreo retórico.
De momento andan dándole vueltas a la toma de decisiones en el partido que, como casi todos, funciona de modo oligárquico. De golpe vira a plebiscitaria en una puja entre pretendientes, a ver quién ofrece más participación. Al carecer de un marco normativo cierto, no se sabe a quién corresponde decidir qué. Lamentable es la ausencia de democracia; pero no menos, una democracia sin reglas. Perdido el norte y sin disponer de muchas soluciones viables, el relevo generacional en el PSOE amaga con escorarse hacia los extremos. Si actúa así, se volverá redundante y por tanto innecesario; como si no le hubieran servido de mucho los resultados de la deferencia socialista con un nacionalismo periférico cada vez más desafiante. Y es que cuando no se tiene nada propio que decir, se acaba en la irrelevancia. Lo triste es que los socialdemócratas sí tienen algo que decir, aunque parezca que lo han olvidado. Más nos vale que recuperen la estimable inspiración socialdemócrata: intención reparadora de las injusticias, decencia institucional y sentido de la moderación. Ellos evitarán el suicidio de su partido, y España, la ruina.
Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política. Fue miembro del Comité Federal del PSOE de 1976 a 1993.
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