14 de diciembre de 2015
¿Sirven para algo las Naciones Unidas en el siglo XXI?
Hoy, 14 de diciembre, hace sesenta años que España entró en la ONU. La organización, que nació hace setenta con enormes expectativas, vive una época desvaída, anodina. Criticada con frecuencia a principios de siglo por su impotencia, marginada de hecho en problemas vitales de la escena internacional, parece que sus adversarios, principalmente en Estados Unidos pero no solo, ni se molestan ya en lanzarle puyas. La ven como una institución decorativa, caduca e inoperante. Recientemente el prestigioso Le monde diplomatique” titulaba “¿Está muerta la organización de las Naciones Unidas?”. Se la ridiculiza, a veces, diciendo que su sede es una jaula de cotorras en la que los diplomáticos discursean interminablemente, escudriñan el sexo de las comas de cualquier borrador de acuerdo y no resuelven los temas importantes.
La acusación es francamente exagerada, injusta en buena medida, aunque tenga su base porque la organización ha dado en ocasiones pie para ello.
El objetivo primordial de la ONU es mantener la paz y seguridad internacionales, “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”. Recientemente, sin embargo, los ejemplos abundan en que las Naciones Unidas han sido pasivas o impotentes para detener una catástrofe internacional que quebranta ese principio de salvaguarda . Un ejemplo llamativo sería el de Ruanda; allí, a fines del pasado siglo, unos 800.000 miembros de la etnia tutsi fueron exterminados a machetazos por elementos de la etnia hutu. La masacre duró 100 días. Era difícil que los Gobiernos de los países integrantes del Consejo de Seguridad, encargado de velar por la paz, no estuvieran enterados. En el país había destacamentos de cascos azules de la ONU que tuvieron que dar cuenta de lo que estaba ocurriendo.
En la desintegración de Yugoslavia y en el genocidio de Sudán —en Darfur hubo unos 400,000 muertos y cuatro millones de desplazados—, las Naciones Unidas también han jugado un papel poco glorioso.
La ONU, por otra parte, permanece ausente de problemas trascendentales. La cuestión palestina llama especialmente la atención. Naciones Unidas, no Estados Unidos sino la mayoría de las naciones que las integraban en los años cuarenta, votó mayoritariamente en 1947 el nacimiento de dos Estados en Oriente Próximo: Israel y Palestina. El primero vio la luz en mayo de 1948 , el segundo aún no existe. El Consejo de Seguridad ha aprobado numerosas resoluciones, citadas con arrobo por los onusianos, tratando de deshacer el entuerto de que, transcurridos 67 años de la primera, los palestinos no tengan la patria que la propia ONU les otorgó. Esfuerzo estéril. Los avances en el asunto, Camp David, Madrid, Oslo, exiguos o no, se hacen al margen de la organización con la que no se cuenta.
Otro tanto ocurre en otro tema reciente pero asimismo candente, las negociaciones con Teherán para que abandone su programa nuclear. Las acometen media docena de potencias, la ONU actúa de comparsa. Las grandes potencias recurren ahora a menudo a un “minilateralismo” para hincarle el diente a un problema.
Los titulares periodísticos de los últimos años nos ponen sobre la mesa otros dos asuntos espinosos, la guerra de Siria y la injerencia de Rusia en Ucrania. El veto ruso-chino en el primero y el ruso en el segundo impiden que la ONU funcione.
Terminemos, para no ensañarnos, con otra cuestión crucial, la lucha contra el terrorismo. La ONU se movió un tanto en el 2001 a raíz del ataque a las Torres Gemelas, aprobó resoluciones y se dotó de un comité para luchar contra el terrorismo. Poco efectivo; dando la razón a sus denostadores, el comité, del que fui presidente, nació estúpidamente maniatado; necesitaba el consenso para aprobar cualquier medida, el consenso es el veto del pobre, con que un miembro de los quince que lo componen esté en contra todo se paraliza. El ataque terrorista en Parí parecería haber sacado a la ONU de su somnolencia en esta cuestión. El Consejo aprueba una resolución el pasado 20 de noviembre que faculta a los Estados miembros a tomar todas las medidas necesarias para combatir al Estado Islámico etc… pero intencionadamente no menciona las militares no invocando el artículo 7 de la Carta, es decir la Constitución de la ONU, que contempla el empleo de la fuerza.
Un observador ingenuo podría indagar las causas de la galbana, del quiero y no puedo de Naciones Unidas, podría concluir que sus funcionarios son unos pasotas incompetentes. Se equivocaría. La ONU es lenta, incompetente o, sobre todo, impotente principalmente porque en los Gobiernos de los países que la integran priman rotundamente los egoísmos, los intereses nacionales sobre los de la comunidad internacional.
Los que alumbraron la organización en 1945 lo hicieron sobre dos principios : la preponderancia clara y formal de las grandes potencias y el de la soberanía de los Estados. El respeto sacrosanto de la soberanía (art 2, párrafo 7 de la Carta) ha venido dificultando en exceso que se pueda actuar dentro de las fronteras de un Estado aunque en su interior se estén cometiendo tropelías.
De otro lado, el antidemocrático e inmenso poder de las cinco potencias fundadoras(Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia) está reflejado en el veto. Cualquiera de ellas puede ejercerlo en cualquier tema importante lo que enerva cualquier decisión sobre la materia en cuestión. La tardanza del ingreso de España en la Onu se explica porque el “democrático” y pacifista Stalin vetaba al “desestabilizador” dictador Franco, paralelamente Estados Unidos vetaba a estados cercanos a las antigua Unión Soviética. Finalmente, en 1955 los dos señores dijeron pelillos a la mar y dejaron que entraran los aliados del contrario y algunos neutrales. 16 países ingresaron en diciembre de 1955.
Actualmente, Rusia en Crimea o Estados Unidos en actuaciones de Israel paralizan de ese modo la maquinaria. ¿Cabe imaginar cualquier asociación de 193 miembros en que la voluntad incluso sólo levemente insinuada de uno solo (caso de Rusia en Kosovo) baste para maniatar a todos los demás. Resulta obsoleto, aristocrático y frustrante, pero cierto. Una reforma que elimine o mínimamente recorte este inconmensurable privilegio está abocada al fracaso: los cinco aristócratas, sentados permanentemente en el Consejo de Seguridad, tienen derecho de veto incluso sobre la mera reforma. Un ignaro en la materia deduciría que estamos en el teatro del absurdo.
Los Estados, por otra parte, grandes y pequeños, son reacios a proporcionar a la organización los recursos necesarios para desenvolverse. Cuando se aprueba una misión de paz, los Gobiernos refunfuñan al tener que costearla y el secretario general, dado que la ONU no cuenta con un ejército propio, debe literalmente ir mendigando a los Gobiernos para que faciliten unos batallones o los medios logísticos necesarios.
Hay que concluir, pues, que La ONU no es un gobierno mundial ni como dijo el británico Lord Halifax en las fechas de su fundación un palacio encantando. Muchas de las decisiones que afectan a la comunidad internacional son, en consecuencia, tomadas en Washington, Pekin, Bruselas o Moscú.
Sin embargo, a pesar de sus imperfecciones y fallos es una organización necesaria. Es un foro universal de discusión y ha prestado muy importantes servicios a la humanidad en el tema de los refugiados, la infancia, el cese de hostilidades con sus cascos azules etc… Su costo es reducido, el presupuesto total de la ONU equivale a 2% de lo que los países del mundo gastan anualmente en armamento. No hay la menor duda de que si se desintegrara millones y millones de personas estarían bastante peor de lo que están. Dicho de otra forma, si las Naciones Unidas no existieran habría que inventarlas. Ahora bien, parafraseando a aquel escritor que decía que si el hubiera estado presente en el día de la creación le habría sugerido a Dios un par de reformas pertinentes cualquier observador de la operatividad de la ONU podría concluir que en junio de 1945 el podría haber sugerido en San Francisco media docena de cosas que harían que la organización respondiese más acertadamente a los ideales para los que fue fundada. Cuestión diferente es que los Estados, los vencedores de la guerra mundial fundamentalmente, la hubieran aceptado.
Inocencio F. Arias, diplomático jubilado, fue embajador de España en la ONU.
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