31 de agosto de 2016
Sánchez desafía a Rajoy... y al PSOE
Sánchez
desafía a Rajoy... y al PSOE
La solución a las terceras elecciones dependerá de
que salgan del juego o el presidente del Gobierno o el líder socialista
Investidura
de Rajoy. Pedro
Sánchez durante su intervención en la segunda sesión del debate de investidura.
CHEMA MOYA EFE ATLAS
No estaba claro si Pedro Sánchez desafiaba
a Rajoy o desafiaba al PSOE en su discurso de despecho. El dogmatismo del "no" malogra cualquier expectativa de
investidura, pero también exige una lealtad davidiana a los socialistas.
Sacrificarse con su jefe. Encerrarse con él a semejanza del rancho de Waco.
Y pretendía sujetarlos Sánchez,
constreñirlos a mantener una posición negativa no solo el viernes, sino también
en la eventualidad de una nueva intentona en octubre. Es una manera de
sobrentender la hipótesis unas terceras elecciones, hasta el extremo de que la
única manera de evitarlas exige una suerte de magnicidio político: o se marcha
Rajoy para facilitar la abstención o se marcha Pedro Sánchez con idéntico
propósito.
La primera hipótesis parece remota. La segunda
dependerá de la habilidad con que Sánchez custodie su doctrina refractaria en
un calendario adverso, tanto por el presumible retroceso de los
socialistas en los comicios de Galicia y en Euskadi como por las disensiones
que puedan fracturar la precaria lealtad al líder del PSOE.
De ahí la importancia que revestían los
clamores de los diputados. Puestos en pie, jaleaban el discurso enérgico de
Sánchez, pero también se obligaban a la disciplina de la negación. Pedro
Sánchez quiere acabar con Rajoy y le invitó a suicidarse —"vote contra su
propia candidatura", llegó a decirle—, consciente al mismo tiempo de que
el desenlace de un duelo extremo puede desposeerle del liderazgo del Partido
Socialista.
Es el contexto en el que se atuvo a una
intervención contundente, pero también sobreactuada. Especialmente cuando
"erdoganizó" o "putinizó" al presidente del Gobierno,
acusándolo de amputar las libertades, de amoldar las leyes a sus intereses, de
ejercer el absolutismo y de pervertir arbitrariamente las instituciones.
Habría, pues, Rajoy demolido la democracia
como si fuera Maduro. Un argumento suficiente, incontrovertible, para rechazar
su candidatura, pero construido con oportunismo y frivolidad excesivos. Incluso
ajeno al veredicto de las urnas. Sánchez se resiste a aceptarlo. Reniega de que
elPP le aventaje en 52 diputados. Y niega la corpulencia del acuerdo con
Ciudadanos, no cediendo si quiera al cataplasma de una abstención crítica.
Era previsible que Mariano Rajoy reaccionara a su propio letargo, que recurriera a sus facultades de
monologuista socarrón, que afinara sus habilidades dialécticas en la
humillación y la ridiculización. Y era más previsible todavía que Pablo
Iglesias, megáfono al hombro, acelerado como un rapero, ingenioso como un buen
tuitero, propusiera un Gobierno alternativo, "desinteresado",
sabiendo de antemano su inviabilidad y el monstruo de Frankenstein resultante.
Es la dialéctica perversa del líder de
Podemos. Se acerca cuando está lejos y se aleja cuando está cerca. Pudo hacer
presidente a Pedro Sánchez cuando los números alcanzaban. Y ahora que los
números no alcanzan aparece con la pócima del milagro.
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