Es apenas concebible que el
papa Francisco hubiera pretendido establecer una definición de la
infalibilidad papal como la que, en el siglo XIX, promoviera Pío IX con
buenas y no tan buenas mañas. Tampoco es imaginable que Francisco
tuviera interés, como Pío XII, en la definición de un dogma infalible
acerca de María. Lo concebible es, más bien, que el papa Francisco (como
en su día Juan XXIII ante los estudiantes del Pontificio Colegio
Griego) declarase con una sonrisa: “
Ío non sono infallibile” —“Yo no soy infalible”—. En vista del asombro de los estudiantes, el papa Juan añadió: “Solo soy infalible cuando defino
ex cathedra, pero nunca lo haré”.
Otros artículos del autor
El 18 de diciembre de 1979 el papa Juan Pablo II me retiró
la licencia eclesiástica por haber cuestionado la infalibilidad papal.
En el segundo volumen de mis memorias,
Verdad controvertida,
demuestro, apoyándome en una extensa documentación, que se trataba de
una acción urdida con precisión y en secreto, jurídicamente impugnable,
teológicamente infundada y políticamente contraproducente. El debate
acerca de la revocación de la
missio canonica y de la
infalibilidad se prolongó todavía bastante tiempo. Pero mi reputación
ante el pueblo creyente no pudo ser destruida. Y tal como yo había
predicho, no han cesado las discusiones en torno a las grandes reformas
pendientes. Al contrario: se han agudizado fuertemente bajo los
pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Estas son las que yo
mencionaba entonces: el entendimiento entre las distintas confesiones;
el mutuo reconocimiento de los ministerios y de las distintas
celebraciones de la eucaristía; las cuestiones del divorcio y de la
ordenación de las mujeres; el celibato obligatorio y la catastrófica
falta de sacerdotes, y, sobre todo, el gobierno de la Iglesia católica. Y
preguntaba: “¿A dónde conducís a nuestra Iglesia?”.
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Estas
demandas tienen ahora la misma actualidad que hace 35 años. Pero el
motivo decisivo de la incapacidad de introducir reformas en todos estos
planos sigue siendo, hoy como ayer, la doctrina de la infalibilidad del
magisterio, que ha deparado a nuestra Iglesia un largo invierno. Igual
que Juan XXIII entonces, intenta hoy el papa Francisco, con todas sus
fuerzas, insuflar aire fresco a la Iglesia. Y topa con una resistencia
masiva, como sucedió en el último sínodo mundial de los obispos de
octubre de 2015. No nos engañemos: sin una
re-visión constructiva del dogma de la infalibilidad apenas será posible una verdadera renovación.
Este tabú ha bloqueado las reformas que hubieran exigido revisar posiciones dogmáticas anteriores
Tanto más sorprendente resulta entonces que la discusión sobre la
infalibilidad haya desaparecido del mapa. Muchos teólogos católicos,
temerosos de sanciones amenazantes como las dirigidas contra mí, apenas
se han ocupado ya críticamente con la ideología de la infalibilidad, y
la jerarquía procura siempre que es posible evitar este tema impopular
en la Iglesia y la sociedad. Solo en contadas ocasiones ha invocado
expresamente Joseph Ratzinger, como prefecto de la fe, esa doctrina.
Pero el tabú de la infalibilidad ha bloqueado de manera tácita desde el
Concilio Vaticano II todas las reformas que hubieran exigido revisar
posiciones dogmáticas anteriores. Esto no vale solo para la encíclica
Humanae vitae,
contraria a la anticoncepción, sino también para los sacramentos y el
monopolio del magisterio “auténtico”, o para la relación entre
sacerdocio particular y universal; sino que atañe asimismo a la
estructura sinodal de la Iglesia y a la pretensión absoluta de poder del
papa, así como a la relación con otras confesiones y religiones y con
el mundo laico en general. Por eso se vuelve más acuciante que nunca la
pregunta: “¿Hacia dónde se dirige a comienzos del siglo XXI esta Iglesia
que sigue teniendo la fijación del dogma de la infalibilidad?”. La
época antimoderna, anunciada por el Concilio Vaticano I, ha concluido
hoy de una vez por todas.
Ahora que cumplo 88 años, puedo decir que no he escatimado esfuerzos para reunir en el quinto volumen de mis
Obras completas
los numerosos textos pertinentes, ordenarlos cronológica y
temáticamente según las distintas fases de la discusión y aclararlos a
través del contexto biográfico. Con este libro en la mano quisiera ahora
repetir un llamamiento al Papa que, a lo largo de decenios de discusión
teológica y político-eclesiástica, he formulado en múltiples ocasiones
siempre en vano. Ruego encarecidamente al papa Francisco, quien siempre
me ha respondido fraternalmente:
“Acepte esta amplia documentación y permita que tenga lugar en
nuestra Iglesia una discusión libre, imparcial y desprejuiciada de todas
las cuestiones pendientes y reprimidas que tienen que ver con el dogma
de la infalibilidad. De este modo se podría regenerar honestamente el
problemático legado vaticano de los últimos 150 años y enmendarlo en el
sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición ecuménica. No se trata
de un relativismo trivial que socava los cimientos éticos de la Iglesia
y la sociedad. Pero tampoco de un inmisericorde dogmatismo que mata el
espíritu empecinándose en la letra, que impide una renovación a fondo de
la vida y la enseñanza de la Iglesia y bloquea cualquier avance serio
en el terreno del ecumenismo. Y mucho menos se trata para mí de que se
me dé personalmente la razón. Está en juego el bien de la Iglesia y de
la ecúmene.
Mantener el debate sería para mí cumplir una esperanza a la que nunca he renunciado
Soy muy consciente de que mi ruego posiblemente le resulte inoportuno
a alguien que como usted, en palabras de un buen conocedor de los
asuntos vaticanos, vive
entre lobos. Pero, confrontado el
pasado año con los males de la curia e incluso con los escándalos, ha
confirmado usted con valentía su voluntad de reforma en el discurso de
Navidad pronunciado el 21 de diciembre de 2015 ante la curia romana:
‘Considero que es mi obligación afirmar que esto ha sido —y lo será
siempre— motivo de sincera reflexión y decisivas medidas. La reforma
seguirá adelante con determinación, lucidez y resolución, porque
Ecclesia semper reformanda’.
No quisiera exacerbar, en detrimento de todo realismo, las esperanzas
que abrigan muchos en nuestra Iglesia; la cuestión de la infalibilidad
no admite en la Iglesia católica una solución de la noche a la mañana.
Pero afortunadamente es usted casi 10 años más joven que yo y, como
espero, me sobrevivirá. Y seguramente comprenderá que en mi condición de
teólogo, llegado al final de mis días y movido por una profunda
simpatía hacia usted y su labor pastoral, quiera, ahora que todavía
estoy a tiempo, hacerle llegar mi ruego de que se proceda a una
discusión libre y seria sobre la infalibilidad, tal como queda
fundamentada, de la mejor manera posible, en el presente volumen:
non in destructionem, sed in aedificationem ecclesiae,
‘no para la destrucción, sino para la edificación de la Iglesia’. Esto
significaría para mí el cumplimiento de una esperanza a la que nunca he
renunciado”.
Hans Küng es catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga y presidente de honor de la Fundación Ética Mundial. Una muerte feliz (Trotta, 2016) es su último libro en español.
Traducción de Alejandro del Río.
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