El mito de los piojos asesinos del Rey: la agónica muerte de Felipe II
CÉSAR CERVERA / MADRID
ABC - Día 02/07/2015 - 13.09h
Un gentilhombre de la Corte observó que el Monarca «era por naturaleza el hombre más limpio, aseado, cuidadoso para con su persona que jamás ha habido en la tierra». De su fama nació el rumor de que los parásitos, en un castigo poético, habían acabado con su vida
Felipe II quedó viudo cuatro veces, perdió a seis hijos y vivió la muerte de la mayoría de sus hermanos, incluido su hermanastro Juan de Austria al que sacaba 20 años. La tragedia golpeó al Monarca más poderoso de su tiempo con insistencia. De una personalidad obsesivo compulsiva, que, entre otras rarezas, le convertía en un hombre enfermizamente minucioso con su higiene personal, Felipe II sufrió una lenta agonía que duró 53 días y le dejó postrado en la cama sin poder cuidar su aseo. Entre el mito y la realidad, el anecdotario ha achacado de forma poco precisa a una presencia excesiva de piojos como la causa final de la muerte del Rey el 13 de septiembre de 1598.
Criado por la Reina y por sus hermanas mayores, Felipe II creció sin la imponente presencia de su padre Carlos I, un Rey que permanecía poco tiempo en un mismo lugar, lo que marcó profundamente el carácter del joven príncipe. En su libro «Felipe II: la biografía definitiva», el hispanista Geoffrey Parker recuerda que para Sigmund Freud la personalidad obsesiva se desarrolla a raiz de una educación muy severa que crea mentes inseguras y temerosas. Este fue el caso de la educación de Felipe II, quien era el único heredero varón al trono y fue objeto de muchas presiones. A la Emperatriz Isabel, la madre, le entraba el pánico cada vez que alguno de sus hijos contraía la menor enfermedad, pues ya había perdido a varios niños, y mantuvo un estricto control sobre el pequeño.
Una de los atributos que desarrolló el Rey a consecuencia de esta severa educación fue la exagerada adoración por la rutina, el orden y la puntualidad. Su detallismo era tan meticuloso que le conducía a incurrir en la prolijidad, o sea en la confusión de los esencial con lo accesorio. «Felipe II se sentía feliz realizando el trabajo administrativo y encargándose de mantener la copiosa correspondencia, encerrado en su gabinete de trabajo, rodeado de montones de papeles, documentos y memoriales, y entregádose al cuidado de todos los pormenores», explica el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández en su libro «Historia personal de los Austrias españoles». Otra rasgo derivado de esta personalidad era su celo excesivo por la higiene personal. Jehan Lhermite, gentilhombre de la Corte, observó que Felipe II «era por naturaleza el hombre más limpio, aseado, cuidadoso para con su persona que jamás ha habido en la tierra, y lo era en tal extremo que no podía tolerar una sola pequeña mancha en la pared o en el techo de sus habitaciones».
El carácter del soberano complicó aún más los convulsos años finales su reinado. En 1588, el intento por desembarcar tropas españolas en Inglaterra fracasó estrepitosamente y la guerra continuó, junto a otros frentes abiertos en Europa, hasta la muerte de Felipe II e Isabel I. Asimismo, la revuelta en Aragón, que no contó con el apoyo de los catalanes ni los valencianos, obligó al Monarca a movilizar a un ejército de 12.000 hombres y a restaurar el orden personalmente en Zaragoza. Al final del conflicto, el soberano publicó un indultó que excluía a 22 destacados traidores (encabezados por el pérfido secretario Antonio Pérez) y a 125 participantes notorios. En 1597, además, se produjo una nueva suspensión de pagos al declararse la tercera bancarrota, lo cual provocó un gigantesco endeudamiento de la Corona y una profunda huella física en el Rey.
La salud de Felipe II fue durante la mayor parte de su vida muy delicada, sin advertir tampoco dolencias graves hasta los cuarenta años cuando registró asma, artritis, cálculos biliares e incluso fuertes dolores de cabeza, quizá ocasionados por una sífilis congénita. Además, Felipe II fue víctima de una serie de fiebres intermitentes, cada vez más frecuentes con el transcurso de los años, que le provocaban una sed que no calmaba por más que bebiera agua. Así, fue probablemente la malaria que sufrió en el pasado y el alto nivel de consanguinidad del que era fruto –sus padres eran primos hermanos– el origen de su quebradiza salud. El hispanista Geoffrey Parker incluso ha encontrado vínculos entre la consanguinidad y los problemas que tuvo Felipe II para dejar descendencia: «La consanguinidad puede explicar por qué, aunque cuatro de las esposas del Rey quedaron embarazadas hasta en 15 ocasiones, solo cuatro de sus hijos sobrevivieron a la niñez».
Y aunque no registró su primer ataque de gota hasta los 36 años, en el imaginario popular ha quedado la imagen del Rey gotoso trasladándose a todos los sitios en una silla especial y aquejado de terribles dolores. Ciertamente, la desequilibrada alimentación del Rey durante toda su vida –todos los días comía carne al menos dos veces– derivó en graves problemas de gota en su vejez que le dejaron prácticamente inmovilizado en sus útimos diez años.
Una agonía de 53 días
Fue finalmente un asunto anímico el que derrumbó la salud del Monarca. En noviembre de 1597, Felipe II recibió la noticia de que su hija Catalina Micaela había muerto en el parto. «Ni muerte de hijos, ni de mujer, ni pérdida de armada («La Invencible»), ni cosa la sintió como ésta; ni le habían visto jamás quejarse a ese gran príncipe como ahora en este caso se quejó, y así le quitó muchos días de vida y salud», describe el cronista Sepúlveda. La pérdida de ánimo de Felipe II a una edad tan avanzada, 70 años, originó pronto graves problemas físicos y el que su cuerpo se llenara de úlceras por la falta de movilidad. Advirtiendo su final, el Rey decidió trasladarse en el verano de 1598 a su construcción más querida, el Monasterio de El Escorial, para poder morir allí.
Su salud fue de mal en peor en el austera monasterio-palacio. Fray José de Sigüenza afirma en su crónica que el Monarca padeció el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de hidropesía y la incapacidad para ingerir alimentos sólidos. Llegó a perder la movilidad de la mano derecha sin poder firmar los documentos. Se le hincharon el vientre, las piernas y los muslos al tiempo que una sed feroz lo consumía. Y lo que es peor, la meticulosidad en su higiene se fue al traste. «Sufría de incontinencia, lo cual, sin ninguna duda, constituía para él uno de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo… El mal olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no la menor, dada su gran pulcritud y aseo», narró Jehan Lhermite sin escatimar en detalles.
El nauseabundo estado que azotó a una persona tan obsesivamente limpia como era Felipe II ha hecho surgir con los años el escabroso mito de que la causa final de su muerte fue por pediculosis, la infestación de la piel por piojos que causa una irritación cutánea. La anécdota está presente en una decena de libros sobre curiosidades históricas. Pero, si bien no es extraño que el Rey pudiera ser víctima de los piojos, sobre todo en ese estado de falta de aseo, la teoría de la invasión de estos parásitos como causa de la muerte suena a broma cruel en el mejor de los casos. La interminable lista de afecciones registradas por el Monarcajustifican de sobra su ocaso físico sin necesidad de recurrir a los piojos. «No lo puedo soportar de ninguna de las maneras del mundo», clamó el Monarca cuando el dolor de las llagas se hizo insoportable y no le permitía moverse ni un centímetro sin gritar de tormento.
En la madrugada del 12 al 13 de septiembre, Felipe II entró en mortal paroxismo después de más de 50 días de agonía. Antes del amanecer volvió en sí y exclamó: «¡Ya es hora!». Le dieron entonces la cruz y los cirios con los que habían muerto doña Isabel de Portugal y el Rey Carlos I. Tras la muerte del Monarca más poderoso de su tiempo a los 71 años, el cronista Sepúlveda cuenta que Felipe II dejó escrito que se fabricara un ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen en una caja de cinc que «se construyera bien apretada para evitar todo mal olor».
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