29 de julio de 2015
El rompecabezas de Oriente Próximo
el pais - JORGE DEZCALLAR 28 JUL 2015 - 00:00 CEST
Oriente Próximo ha sido un foco de inestabilidad centrado durante muchos años en el interminable conflicto israelí-palestino: la pelea por la tierra y el enfrentamiento de dos monoteísmos excluyentes han concentrado en muy pocos kilómetros cuadrados guerras, intifadas, refugiados, terrorismo y mucho sufrimiento, y han hecho fracasar a no menos de 58 planes de paz por miedo a hacer concesiones, por divisiones internas de unos y otros, y, en definitiva, por falta de voluntad real.
Pero últimamente la situación regional se ha complicado con la desaparición de la URSS y el descontrol de los dictadores de su órbita(Irak nunca hubiera invadido Kuwait con un Moscú vigilante); el repliegue americano (strategic restraint) y el vacío y las desconfianzas que suscitan los efectos y frustraciones derivadas de laprimavera árabe, que de sueño ha devenido en pesadilla; la autosuficiencia energética americana y su menor dependencia del Golfo; la crisis del sistema territorial establecido por los acuerdos Sykes-Picot en 1916 y el enfrentamiento entre suníes y chiíes, que se extiende como un reguero de pólvora por toda la región. No hay quién de más. El resultado son conflictos en Siria, Irak, Yemen y Libia mientras el Estado nacional se hunde ante el empuje de movimientos milenaristas que quieren crear un Califato que una a todos los musulmanes bajo una misma autoridad política y religiosa.
Son conflictos vinculados entre sí: El Asad aguanta en Damasco porque le apoyan Irán y Hezbolá (además de Rusia) y porque las demás opciones parecen peores al haberse impuesto los islamistas radicales a la oposición nacionalista laica; el odio entre chiíes y suníes permite en Irak el crecimiento del Estado Islámico, mientras las diferencias religiosas entre saudíes e iraníes les impiden aunar esfuerzos para atajarlo; Arabia Saudí e Israel recelan del reciente pacto nuclear con Irán porque más que la bomba temen su regreso a la geopolítica regional como gran potencia chií; los saudíes se enredan en Yemen porque ven (interesadamente) en la revuelta de los Huthi la larga mano de Irán; Israel se enroca —quizás comprensiblemente— ante la inestabilidad que predomina en su entorno mientras afianza su ocupación de Cisjordania, arriesgando así su futuro como Estado judío y democrático; Líbano y Jordania se asfixian bajo cuatro millones de refugiados sirios que también llegan a Turquía, Grecia e Italia; los kurdos aprovechan el desorden de Irak para afianzar su autonomía; y en Egipto el regreso de los militares ha frustrado las esperanzas democráticas de Tahrir mientras el ostracismo de los Hermanos Musulmanes ha dejado a Hamás sin un aliado vital. Podría continuar, es un puzzle donde todas las piezas están relacionadas pero no encajan.
Pero el problema más grave es la amenaza de ese engendro escapado del medievo pero con tecnología del siglo XXI que llamamos Estado Islámico o Daesh, que tiene una base suní inspirada en el tradicionalismo wahabita y en el salafismo yihadista, que pretende recuperar la pureza del mensaje del islam primitivo y que se alimenta del odio y de agravios —reales o fingidos— de los suníes contra los chiíes. El Daesh controla un territorio equivalente a la mitad de España, se financia con petróleo y ha incendiado la región con al menos siete conflictos diferentes: exacerba los problemas locales en Irak y Siria azuzando a los suníes contra los chiíes y por eso recibe el apoyo de tantos suníes (Ramadi, Palmira); un conflicto regional que involucra a Arabia Saudí e Irán, líderes de ambas facciones; un conflicto internacional porque el Califa se titula líder temporal y espiritual de toda la umma, la comunidad de los creyentes, desde Marruecos hasta Indonesia, sin olvidar otros territorios que un día estuvieron islamizados como Al Andalus. Ya ha puesto el pie en Libia desde donde se quiere extender a Túnez y Argelia (atentados de Susa) y amenaza a la propia Europa con echar al mar a millares de refugiados, mientras en Nigeria cuenta con la adhesión de Boko Haram. Es, además, un conflicto a muerte entre fanáticos: los del Estado Islámico y los de Al Qaeda; un conflicto ideológico entre creyentes y laicos (y entre moderados y progresistas); y un conflicto religioso que opone a musulmanes con cristianos y otras minorías. Es, finalmente, un conflicto entre el siglo VII y el siglo XXI: teólogos del Daesh debaten sobre si los yazidíes (secta chií) son musulmanes o infieles. En el primer caso habría que exterminarlos por blasfemos pero si son infieles bastaría con reducirlos a la esclavitud, resucitada como práctica cotidiana junto la crucifixión o las decapitaciones. También destruyen estatuas con una furia iconoclasta propia de siglos pasados.
Enfrentarse a todos estos conflictos superpuestos, esta amenaza global, es una tarea de titanes porque los maleantes proliferan y no hay gendarmes. Excluido el envío de tropas, la estrategia debe centrarse en debilitar al Estado Islámico más que en intentar destruirlo, cosa que no parece posible a corto plazo (actualmente delega competencias para evitar ser descabezado). Pero es imperativo evitar que se extienda y para ello debemos apoyar a la resistencia laica en Siria, a los peshmergas kurdos en Irak, y la formación de un gobierno de concordia en Libia; favorecer un gobierno más inclusivo en Irak que no margine a los suníes; evitar que el Daesh venda petróleo para financiarse, mientras azuzamos sus diferencias con Al Qaeda para que nunca unan fuerzas; tenemos que dar la batalla en Internet y en las redes sociales (que estamos perdiendo) para que no sigan reclutando combatientes; y, finalmente, hay que fomentar la colaboración entre Arabia Saudí e Irán contra el Estado Islámico, que es su enemigo común.
Pero las potencias regionales no colaboran: Egipto se mira el ombligo, enfrascado en una feroz represión interna; Arabia Saudí está enfangado en la guerra de Yemen mientras se afianza el nuevo monarca; Erdogan se ha embarcado en una deriva autoritaria e islamizante que nada bueno augura; Israel lleva 65 años sin conseguir normalizar las relaciones con sus vecinos, en un monumental fracaso diplomático-político. La buena noticia estos días es el acuerdo de Viena con Irán que aunque afirma que no cambiará sus políticas y contará con más dinero, probablemente estemos exagerando su influencia. Un acuerdo que puede ser precursor de otros desarrollos diplomáticos que quizás permitan un realineamiento geopolítico regional a medio plazo que sustituya al heredado de la descolonización y de la Guerra Fría, claramente obsoleto. Un nuevo equilibrio basado en un progresivo juego de influencias entre Arabia Saudí, Israel, Turquía, Irán y Egipto. Y esto es lo que algunos temen y quieren hoy torpedear. Por eso a corto plazo continuará la inestabilidad y la incertidumbre. Evitarlo exige una involucración más activa de la comunidad internacional. La reciente negociación con Irán marca el camino a seguir. No es fácil pero tampoco debiera ser imposible.
Jorge Dezcallar es embajador de España.
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