22 de julio de 2015
Las nuevas izquierdas y el régimen del 78
EL PAIS - SANTOS JULIÁ 22 JUL 2015 - 00:00 CEST
La incapacidad de las izquierdas realmente existentes de dar una respuesta propia, identificable como de izquierda, a la crisis económica que se precipitó sobre España en 2008, sumada a la crisis de representación que sacude a las democracias en toda Europa y fuera de ella, acabaron por desplazar, desde mayo de 2011, del Parlamento y de los partidos a la calle el escenario primordial de la política. Nada original, por lo demás: todas las revueltas y revoluciones que han subvertido el orden impuesto en los Estados de nuestro tiempo han germinado en las calles, lugar de la barricada desde la que se defendían las posiciones conquistadas en la ciudad y se emprendía la marcha hacia la conquista de los palacios emblemas del poder.
Pero, en relación con el echarse a la calle tradicional, la salida a la calle en la España de 2011, y después, ofreció una notoria originalidad: quienes salieron a ella no era para dirigirse a los centros de poder con el propósito de tomarlos, sino que se quedaban allí, a la intemperie, convirtiendo la calle, espacio de tránsito, en plaza, lugar de encuentro: habían salido a la calle para permanecer en ella. Y así, el pueblo, que solo existía en el momento de la elecciones como sujeto instantáneo y evanescente de la política, según escribió Pierre Rosanvallon, se volvió de pronto visible en las plazas, anunciando con su presencia en el espacio público una promesa de emancipación frente a un sistema político herido de corrupción y un sistema económico causante de la devastación de los bienes públicos y de exclusión y miseria en las capas medias de la sociedad. Fue la versión española de la colour revolution que se extendió en esos años por todo el mundo como anuncio de primavera.
Convertir aquel pueblo en la calle —mayormente: jóvenes profesionales de clase media en paro o con empleos precarios, empleados públicos despedidos o “recortados”, trabajadores víctimas de ERE— en un nuevo sujeto capaz de alcanzar el poder para, una vez con el poder firmemente en mano, poner en marcha un proceso constituyente que subvirtiera el orden bloqueado del régimen del 78, fue el propósito de un grupo de universitarios procedentes de la vieja izquierda y con experiencias en movimientos populares de América Latina. Comprobaron enseguida que para llevar a su destino, la conquista del poder, todo el potencial acumulado por el movimiento 15-M, las mareas, las batas blancas, las camisas amarillas, las plataformas, no bastaba el clásico relato dicotómico —abajo/arriba; gente/casta— del que exprimieron hasta la última gota, sino que era necesario articular un nueva fuerza política capaz de triunfar en elecciones.
Y así fue, en un primer momento: aborreciendo la voz partido, y despreciando todo lo que se cubría bajo el nombre de izquierda, rechazaron la posibilidad de etiquetar como de izquierdas su invento. Maestros en lo que Paul Piccone llamó populismo posmoderno, lo bautizaron con un desnudo acto de habla situado entre lo constatitivo y lo performativo: Podemos, Sí que podemos, Claro que podemos. Enseguida surgieron los Ahora, los Ganemos, las mareas, los En común. Nada de izquierda, nada de partidos. No se reconocen como partidos y sienten una profunda repugnancia, que no se cansan de manifestar con insultante jactancia, ante la posibilidad de ser identificados como una nueva izquierda.
Ocurre, sin embargo, que las movilizaciones en la calle se transforman cuando sus líderes franquean las puertas de los despachos institucionales: los lenguajes de revolución cambian a la misma velocidad que los revolucionarios alcanzan el poder. Desde ese momento, ya no se trata de crear aquí y allá contrapoderes ni de alimentar iniciativas contra/régimen, sino de administrar poder —que es dinero— público. Los más críticos de estas derivas de la movilización desde la calle al gobierno desde el despacho comienzan a cantar la palinodia, como aquí mismo la cantó hace unos días Pablo Echenique; las cúpulas llaman a la moderación y donde antes prometían romper el candado del régimen del 78, ahora recuerdan la “Transición exitosa” y dicen y escriben, como Iglesias y Errejón, que, en fin, también ese régimen tiene sus cosas buenas. Y es que, situados retóricamente más allá de la izquierda y la derecha, el primer desembarco en las instituciones les ha permitido comprobar que la Constitución de 1978 y el sistema electoral consolidado desde los años ochenta permite alcanzar el poder en Ayuntamientos y comunidades autónomas, y siempre que logren entenderse, a partidos que no han llegado en cabeza y ni siquiera con el 20% de los votos.
Tal es la gran paradoja a la que se enfrentan las nuevas izquierdas que no quieren reconocerse como tales en su relación con las viejas izquierdas a las que desprecian soberanamente: que, al final, el vilipendiado régimen del 78 y su tan denostado sistema electoral les obligue a encontrarse en algún momento del camino. Porque es solo una parte de la verdad que ese sistema electoral esté aquejado de un sesgo mayoritario, culpable del bipartidismo. Lo está, sin duda, cuando los escaños a repartir son pocos, pero lo está, sobre todo —y esto tiende a olvidarse—, cuando la distancia de votos entre el primer llegado y el tercero es sideral, como ocurría con el PCE y con IU en relación con el PSOE. Si no es así, si la distancia entre el primero y el tercero no pasa de 30/16, el beneficiario será el partido minoritario que, con poco más de la mitad de los votos obtenidos por el mayoritario, alcanzaría, también en los distritos de solo tres diputados, idéntico botín: un escaño. El método D’Hont de distribución de escaños no favorece necesariamente y por siempre a los que llegan en cabeza; todo depende de cuántos compiten y de cuán largo sea el trecho que separa a unos de otros.
De modo que ha sonado la hora de atrapar votos, o sea, de convertir un movimiento contrapoder en un partido listo para el ejercicio del poder. En democracia, las dos cosas a la vez no puede ser y, además, es imposible. Por eso, en esta competición por el voto, las nuevas izquierdas han hecho exactamente lo mismo que las izquierdas tradicionales —socialistas y comunistas— en los años setenta: girar al centro, que en su lenguaje posmoderno se expresa como ocupación de la centralidad del tablero. Desde esa posición, ya consolidada en el lenguaje recién estrenado (curiosamente: en EL PAÍS y en domingo), aún nos queda mucho que oír y no poco que ver en la partida de ajedrez entre nuevas y viejas izquierdas, pero todo apunta a que el sistema electoral del régimen del 78, obligando a alguna forma de confluencia, acabará por convertirse en el mejor aliado para que las izquierdas alcancen un porcentaje de votos que les permita administrar amplias parcelas de poder. ¿Qué izquierdas, con qué lenguaje y bajo qué marbete? Bueno, esto es parte de las sorpresas que nunca deja de darnos la vida.
Santos Juliá es historiador.
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