La primera imagen fue de impacto total. Una broma macabra, quizá, del realizador de televisión. Pero, no. Más de un centenar de mozos, apretados unos contra otros, habían formado
una compacta muralla humana a la entrada misma del ruedo de la plaza. ¡Y los toros estaban a punto de llegar…! Un chaval reptó por encima de la multitud hasta alcanzar el aire; otros intentaban zafarse sin conseguirlo de la pesada carga que los asfixiaba. La pequeña pantalla era en sí misma un derroche de angustia y desesperación, solo con el rumor de fondo de los gritos que llegaban desde los tendidos, sin esa voz en off que ofreciera serenidad…
Y llegaron, primero, los cabestros y quedaron incrustados en el montón; y, después, los toros, esos toros cornalones y astifinos de Fuente Ymbro, y se arrebujaron en la multitud, en la búsqueda impotente de una salida. Surgieron, entonces, esas fotos que han dado la vuelta al mundo: ese pitón que rodea el cuello de un mozo aterrado; ese otro que siente el aliento de un cabestro en su nuca y reza lo que sabe; esos momentos históricos de dramática incertidumbre, que finalizan cuando los animales encuentran el camino del callejón y se sienten liberados de una situación tan insólita como inesperada.
Llegaría, después, el parte de heridos, 23 en total, entre ellos ese chico de Vitoria que se llevó peor
fortuna. Y el análisis, la polémica, y las declaraciones de los políticos, que prometen nuevas medidas para evitar accidentes como este.
Está fuera de toda duda que el encierro es una locura. Echar a la calle a seis toros de 600 kilos elegidos entre los de mayor trapío de la cabaña brava para que dos millares de jóvenes se jueguen literalmente la vida corriendo delante de ellos no tiene una lógica explicación racional. Pero esa y no otra es la
fiesta de San Fermín, que venera a un dios que es el toro y se alimenta cada mañana del riesgo.
Existe la certeza fundada de que el encierro cuenta con medidas de seguridad que van más allá de lo habitual; el cierre de las calles es modélico y el despliegue policial y sanitario sencillamente espectacular; y la inmensa mayoría de los mozos que corren lo hacen en condiciones adecuadas para ello.
El único problema es que corren seis toros de verdad que convierten el encierro en una loca carrera contra el riesgo en la que en el corto espacio de tres minutos se viven emociones fuertes que solo están al alcance de unos pocos. Y ese beneficio tiene un coste humano, que es la caída, el atropello, el traumatismo, la cornada, el montón, el miedo, el terror e, incluso, y ha ocurrido ya en quince ocasiones, la muerte.
Pero esa es la esencia de San Fermín. No es conocida porque sea una botellona colectiva, sino porque es un juego cierto con la posibilidad de la muerte.
Dijeron los políticos que estudiarían más medidas para evitar accidentes como el del sábado. Hacen bien, pero ellos saben que no se puede mutilar la fiesta.
Permitan, por favor, una canallada, con el debido respeto a quienes yacen en el lecho del dolor: el montón del sábado ha sido la mejor campaña de publicidad para los Sanfermines venideros. No tendrían ningún sentido ni gozarían de prestigio internacional si el encierro fuera un juego de niños. Su atractivo y su fuerza residen en los astifinos pitones que rozan las camisetas de mozos que corren por tradición o de aquellos otros, los más, que acuden a Pamplona a la búsqueda de emociones fuertes. Y el que corre, aunque proceda del rincón más lejano del planeta, sabe que lo que se disputa en aquellas calles es algo muy serio.
Tienen razón los detractores del encierro. Es una locura correr delante de un toro asustado por el gentío y el ruido. Pero no la han perdido los mozos, que han encontrado en el encierro una forma de vida.
Es triste el saldo de heridos y angustiosa la visión de un montón como el que se formó el sábado, pero ese es el alma de San Fermín. Si con nuevas medidas de seguridad desapareciera el riesgo, los toros correrían solos.
Mira que se come y se bebe en San Fermín, pues el mejor alimento es el encierro; para los que corren es una medicina vivífica, y para los espectadores, pura envidia; presos todos nosotros de tensión y de emoción por esa experiencia que desearíamos experimentar, pero que el miedo nos lo impide. Y todos, todos sabemos que el precio que se puede pagar es muy alto. ¡Viva San Fermín!
NOTA DEL BLOG
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