4 de julio de 2013
Los flamencos se refugian en Mont de Marsan
EL PAIS - MIGUEL MORA Mont de Marsan 3 JUL 2013 - 16:52 CET3
A 100 kilómetros de Bayona, a 200 de Burdeos y un poco más lejos de Toulouse y de Montpellier, Mont de Marsan es una pequeña ciudad de las Landas sin especiales atributos. Tiene algunos edificios medievales bonitos, una plaza de toros fea y moderna con las banderas francesa y española, unos ríos rápidos y un magnolio que podría competir en cualquier concurso internacional. Pero, desde hace 25 años, lo que define a esta ciudad de 30.000 habitantes, entre ellos muchos españoles - gitanos y payos- descendientes de exiliados de la guerra civil y de emigrados en los años sesenta, es el festival Arte Flamenco, uno de los refugios favoritos de los artistas y la afición jonda de los dos lados de los Pirineos.
"Esto es como mi segunda casa, he venido ya cuatro o cinco veces", dice el cantaor José Valencia mientras escucha jazz en el móvil y se prepara para impartir su clase matutina de soleares y tangos. "Yo he estado aquí de todas las maneras posibles, joven y mayor, flaco y gordo", bromeaba el martes el guitarrista jerezano Diego del Morao poco antes de triunfar ante las 800 personas que abarrotaron el mercado de Saint Roche. "Yo vine cuando tenía 5 años con mi abuelo Farruco, estrené aquí Alma vieja y ahora vengo con mi hijo", recuerda Faruquito sujetando en brazos a Juan El Moreno, un bicho de ojos color carbón que a sus diez meses no se pierde un concierto y da palmas mientras mama del pecho de su madre.
El festival Arte Flamenco protege y renueva la esencia familar del flamenco, su transmisión casera entre generaciones. Su segunda peculiaridad es que aquí mandan las mujeres. Fue fundado por Antonia González, una madrileña criada en Oloron, enjuta y elocuente, hija de un aviador republicano que se escapó de España en un avión soviético cuando acababa la guerra. "Lo metieron en el campo de Gurs [el que dio titulo a una obra de teatro de Jorge Semprún], pero se evadió. Luego le detuvieron otra vez y lo llevaron a la cárcel de Pamplona y a la Puerta del Sol. Cuando Franco echó a los gitanos al Puente de Vallecas, mi familia se fue también. Yo nací allí pero luego mis padres me trajeron a Francia", recuerda González.
La idea de crear un certamen flamenco en esta ciudad que vive esencialmente de la madera fue casi un azar. González se casó con el presidente socialista del consejo general (diputación) de las Landas, Henri Emmanuelli, y este le pidió ideas para poner en marcha un proyecto cultural. Era 1988. "Le propuse el flamenco porque era aficionada, siempre me gustó bailar, y Enrique aceptó sin mucha fe. El segundo año contratamos a Camarón y pensé que ahí se acababa para siempre. Llegó Tomatito y salió a tocar para hacer tiempo, pero José no llegaba. El pobre Tomatito era muy joven y ya no sabía ni qué tocar, así que empezó a repetir temas. Ya estábamos a punto de suspender, mi marido salió a fumar y dijo: 'Ultima vez'. En ese momento llegó un hombre muy flaco con una maletita, y Henri le dijo: '¿Quién eres?'. 'Soy Camarón y he venido a cantar para ti".
A partir de aquel concierto del genio de San Fernando todo fue más fácil. Antonia González se trajo a todos los maestros y promesas del flamenco. Gades, Paco de Lucía, Morente, el queridísimo Chano Lobato, Chocolate, Agujetas, Manolo Sanlúcar, Carmen Linares, La Paquera, Moraíto Chico y otros muchos dieron al festival eso que Diego del Morao calificaba ayer como "solera". Cuando el tocaor añadió "este el festival flamenco más importante del mundo", Antonia González se echaba las manos a la cabeza.
La segunda mujer clave en Mont de Marsan es Sandrine Rabassa, directora artística desde hace cuatro años. Nacida y residente cerca de Tolouse, Rabassa, de 35 ańos, cuenta que vino al festival como alumna de los cursos de baile. Tras sustituir a Javier Puga en la dirección, hoy maneja casi un millón de euros de presupuesto y ha logrado duplicar la asistencia de público: esta semana, más de 30.000 personas asistirán a una veintena de actuaciones en seis escenarios distintos.
La programación es variada y ecléctica. Hay conciertos de pago y de calle, exposiciones, proyecciones de películas, mesas redondas, clases magistrales, y algún experimento bilateral. El sábado, Farruquito y Karime Amaya, la sobrina nieta mexicana de Carmen Amaya, bailarán en el Café Cantante mientras el público degusta los platos del chef estrellado Michel Guérard, del restaurante Les Prés d'Eugénie.
Los carteles combinan espectáculos de figuras en solitario, como Tomatito o María Pagés, con ofertas 2x1: los pianos de Dorantes y Diego Amador, o el cante de Arcángel y Esperanza Fernández. También hay sitio para jóvenes talentos como Valencia, Diego del Morao o Fuensanta La Moneta, y algunos grupos franceses como Las Gabachas actúan en la carpa de La Bodega mientras otros hacen bolos en los colegios y hospitales -este año ha debutado el psiquiátrico, para alegría de usuarios y enfermeros-.
Todo fluye con puntualidad y precisión, con una máxima muy francesa: los artistas son lo primero. La mayoría pasa varios días en el festival, comen y cenan juntos en los restaurantes oficiales, y asisten a las actuaciones en primera fila, cosas insólitas en España. "Si el flamenco fuera francés sería mucho más importante", suspiran José Valencia y Farruquito.
Las galas de las estrellas se suelen celebrar en el pabellón François Mitterrand, donde caben 1.800 personas -allí triunfó el lunes Pagés con su incursión brasileña en Utopía- pero el sabor aparece sobre todo en el Café Cantante, instalado en el enorme mercado de madera de Saint Roche: docenas de mesitas bajas con sillas, tapas como para una boda, y 800 personas repartidas en dos salas. Una está junto al escenario, y la gente sigue en vivo el concierto previo pago de 32 euros, la otra está en la parte trasera, separada por un muro de tela, y el público ve la actuación en una pantalla gigante por nueve euros.
La afición, que el martes aclamó el baile flamenquísimo de Fuensanta La Moneta, demuestra al mismo tiempo pasión y conocimiento. Sean de Burdeos, Montpellier, Toulouse, Dax o Bayona, los flamencos han encontrado su Meca en las Landas y acuden dispuestos a vivir una experiencia cuasi mística.
La señora Eliane, moño flamenco y ojos verdes, ha venido desde Montpellier con sus hijas Flor y Maya, y cuenta en un español perfecto que el gitano de Barcelona con el que se casó le abandonó antes de conocer a su cuarto hijo. "Pero en fin, me dejó el idioma y el flamenco, ese arte maravilloso que Lorca definió mejor que nadie, cuando dijo que es la expresión de los más altos sentimientos humanos".
A la salida del mercado, una y media de la mañana, el soniquete sigue triunfando en los bares y en la peña flamenca de Mont de Marsan. En una esquina, un grupo de veinte o treinta gitanos, bien vestidos y mejor peinados, cantan y bailan por rumbas, Unos se llaman García, otros Jiménez. Todos hablan español con marcado acento francés. "Somos todos familia. Hay muchos gitanos aquí, en Dax, en Montpellier...", cuenta una mujer. Su marido se acerca y bromea: "Ya está cogida, eh". Luego explica: "Nuestros mayores vinieron cuando la guerra y nosotros nacimos aquí, somos franceses y estamos muy bien integrados. ¡Pero nos quedamos lo mejor de allí, con el flamenco!".
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