12 de febrero de 2019
Contra el odio
Contra el odio
Para Pasionaria, “reconciliación nacional” era un proyecto de futuro
cuyo eje es el abandono del espíritu de revancha
El
secretario general del Partido Comunista, Enrique Santiago enfrente de la tumba
de Dolores Ibárruri hoy en el cementerio de la Almudena. LUCÍA FRANCO
El acto de profanación que descubrí el lunes, al
haber sido degradadas las tumbas de Dolores Ibárruri y de Pablo Iglesias en el
cementerio civil de la Almudena,
ante todo suscitó en mí una profunda tristeza, atenuada luego por la
sensibilidad de los medios y la profesionalidad de la policía. Visito con suma
frecuencia el sepulcro de mi abuela, en especial a partir de la muerte en diciembre de mi
madre, Amaya, y por eso puedo decir que el ataque tuvo lugar el
lunes, en la fecha simbólica del 11 de febrero. Cierto que en una revisión del
cementerio han sido descubiertas otras profanaciones, como la de la tumba de
los españoles que combatieron en la División Azul al lado de Hitler. Es también
un hecho condenable, pero resulta erróneo deducir de ahí, como de la pintada
sobre las Trece Rosas, con las adyacentes esvásticas, que forman parte del
mismo acto vandálico, ya que incluso la pintura empleada es diferente. De color
blanco roto en nuestro caso.
Cabe pensar en cambio que tal acción tiene que ver
con un clima de crispación política y social dominante en estas últimas fechas.
Los problemas de la España actual son reales, pero nada se gana acudiendo al
procedimiento que Goya reflejara en las terribles imágenes de la lucha a
garrotazos. Si quienes promueven una determinada estrategia política, a
sabiendas de que existen otras alternativas, se proclaman a sí mismos “España”,
esta autodefinición implica que sus adversarios políticos no son España. Y
sabemos ya de sobra, desde las trágicas experiencias acumuladas a lo largo del siglo
XX, cuáles fueron los resultados de designar a medio país como la antiEspaña.
No se ha llegado a tanto, pero el camino parece estar abierto, y lo que es
peor, quienes se dirigen inconscientes hacia él se muestran satisfechos de sí
mismos, ignorando los riesgos que para todos entraña el discurso del odio. No
solo en España, sino en toda la Europa del pasado siglo, la elaboración de un
imaginario apocalíptico supuso convertir los problemas reales en conflictos
insolubles, cerrados con millones de muertos.
Cualquiera que sea el juicio sobre la actuación de mi abuela,
que corresponde a los historiadores, resulta innegable una aportación suya que
ahora viene perfectamente al caso: la propuesta de “reconciliación nacional”,
que se convirtió en el emblema político de su partido desde 1956. Puedo
decir, por los recuerdos de mi madre,
que Dolores apreció la necesidad de una reconciliación entre los españoles, una
vez desaparecido Stalin en marzo de 1953. Sus palabras, por desgracia aún de
actualidad, eran una exhortación a poner fin al enfrentamiento cainita, heredado
de la contienda y de la dictadura de Franco: “Con nuestro llamamiento a la
reconciliación nacional para imponer un nuevo rumbo a la política española,
abrimos el camino a un reagrupamiento de las fuerzas nacionales interesadas en
la realización de los cambios políticos que aseguren la continuidad política de
España”. Había que acabar con “20 años de discordia, de espíritu de Guerra
Civil”.
Las profanaciones de
las tumbas de Dolores Ibárurri y Pablo Iglesias reflejan una atmósfera inducida
de tensión
La novedad del concepto fue tal, según contaba
Manuel Azcárate, que los soviéticos no lo entendieron, si bien el hallazgo era
lógico y respondía a la tradición cristiana subyacente a su pensamiento. Es lo
que representó ya el discurso de despedida a las Brigadas Internacionales,
pronunciado en Barcelona en noviembre de 1938: la esperanza en un porvenir de
“paz, bienestar y libertad”, cuando el rencor se atenúe y “el orgullo de la
patria libre sea sentido por todos los españoles”. Por todos.
“Reconciliación nacional” no era entonces para
ella, ni debía ser ahora, un ejercicio de amnesia colectiva, sino un proyecto
de futuro cuyo eje sería y es la cohesión de las fuerzas democráticas y el
abandono del espíritu de revancha. Así lo hubiera querido también, y lo explicó
de forma más extensa, Manuel Azaña. Siempre aquí es preciso volver a los
recuerdos y a las admoniciones expresadas por Primo Levi, frente a la tentación
de las jóvenes generaciones a ignorar lo ocurrido bajo el fascismo y endulzar
la imagen de las dictaduras, mostrando su “verdadero rostro ilegal y
sanguinario” de destrucción de la patria. La recusación del espíritu de
revancha supone asimismo el reconocimiento de todos los actos de barbarie,
quienquiera que los cometiese, pero obviamente procediendo a ponderar las
responsabilidades, y la de los artífices de la guerra ha de figurar en primer
plano. Esto no debiera irritar a nadie.
Lo más grave a mi juicio es que como síntoma, las
profanaciones reflejan una atmósfera inducida de tensión, susceptible de desembocar
en odio entre los españoles. Hace algún tiempo ya recordé la función
humanizadora de los sepulcros. Antígona sigue vigente. Profanar las tumbas es
un signo alarmante.
Dolores Ruiz-Ibárruri es nieta de Pasionaria.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario