2 de noviembre de 2012
Por un pacto de Estado
LA CUARTA PÁGINA
Las posibilidades que tiene el Gobierno de afrontar en solitario y con éxito las crisis que se acumulan sobre España son escasas, por grande que sea su disposición, el arrojo con que las combata y severos los sacrificios que reclame a los ciudadanos. Ciertamente, el actual Gobierno solo lleva meses en el oficio y es pronto todavía para evaluar los resultados de sus políticas. Además, el partido que lo sustenta ganó las elecciones por mayoría absoluta, y el principio democrático impone respetar esos resultados y favorecer la gobernación de quienes el pueblo soberano eligió. No es caso, pese a la crudeza de la situación, de proponer que se forme un Gobierno de concentración que primaría a quienes no obtuvieron votos bastantes para participar en dichas tareas políticas. Sin embargo, es urgente promover pactos de Estado para luchar contra las crisis que nos abruman porque, de no ser así, el declive de las instituciones, de los derechos y el bienestar de los ciudadanos continuará durante años y, en muchos aspectos, puede hacerse irreversible.
Aludimos a las crisis, en plural, porque al menos son de tres tipos diferentes: la que afecta a la economía, la que desestabiliza el Estado de bienestar y la que reclama reajustes en la estructura territorial del Estado.
Ningún Gobierno puede afrontar estos retos con sus exclusivas fuerzas y recursos políticos. Las acciones contra la crisis económica lo están evidenciando de modo continuo. El Gobierno ha asumido como política anticrisis la que ha entendido que es más eficaz, consistente en la aplicación estricta de un programa de estabilidad financiera y sostenibilidad, que comporta ajustes drásticos en los gastos e inversiones públicas de toda clase. Aunque esta política resulta de obligado acatamiento, porque viene impuesta por la Unión Europea y por la propia Constitución, que ha incorporado a su artículo 135, reformado en septiembre de 2011, el mandato de estabilidad, cada decisión que adopta el Gobierno y cada norma que aprueba es puesta inmediatamente en entredicho por los partidos de la oposición. Algunas razones de la crítica se refieren a que el Ejecutivo recurre casi exclusivamente al decreto ley, dada la situación de urgencia y grave necesidad, lo que reduce las posibilidades de que el Legislativo participe anticipadamente en el debate de las medidas. También se aduce que la austeridad es susceptible de graduación y el Gobierno la está aplicando en su nivel extremo, imponiendo sacrificios enormes a los ciudadanos. O que se está provocando con tales políticas una fortísima contracción de la demanda que impedirá la recuperación del consumo y la creación de puestos de trabajo durante años.
Unos y otros defienden sus posiciones con mucho empeño y está por ver la parte de razón que corresponde a cada cual porque los pronósticos en materia de política económica son con mucha frecuencia incumplidos. Pero lo seguro es que las diatribas políticas y las inseguridades que arrastran asustan a los inversores, bloquean los mercados, determinan a los ciudadanos a reservar sus ahorros para afrontar el incierto futuro, y tienen, en fin, un efecto suplementario sobre la paralización de la economía. Solo los partidos pueden sacar provecho de una situación tan inquietante porque, si el Gobierno triunfa en solitario, prorrogará la confianza que los ciudadanos le otorgaron, y, en caso contrario, la fidelidad se trasladará hacia los partidos de la oposición o, al menos, así lo creen ellos.
Los problemas que plantea la crisis del sistema de bienestar social están reclamando con fuerza equivalente la celebración de pactos de Estado para afrontarlos. España no genera recursos suficientes para financiar los servicios públicos que el Estado dispensa, de forma gratuita o casi, a los ciudadanos. No es sostenible el Estado de bienestar tal y como está configurado hoy. Es una sencilla cuestión de números. La consecuencia no es que haya que liquidarlo, sino que es preciso adaptarlo a nuestras disponibilidades económicas. Las fórmulas posibles son muchas, y las que se usen tienen que ser proporcionadas, razonables y equitativas, además de respetuosas con los derechos constitucionales de los ciudadanos.
Los grupos políticos mueven sus opciones dentro de un arco amplísimo. En un extremo, se sitúan quienes, convencidos de su necesidad, aplican reformas sin contar con estudios previos y sin debate suficiente; en el otro están los que sostienen el numantino principio de que el Estado de bienestar no se toca y procede a acorazarlo y no dar un paso atrás en su defensa. Si estas posturas no se aproximan a un pacto, nada difícil de fundamentar y construir en términos económicos y de justicia social, veremos cómo las ventajas del Estado de bienestar se nos escapan de las manos.
La tercera crisis, que no es la menos importante, afecta a la estructura territorial del Estado. La parte más aparatosa de la misma viene ahora de Cataluña y pronto se sumará previsiblemente a sus mismos postulados el País Vasco, y tal vez otros territorios. Reclaman el “derecho a decidir” si seguir formando parte del Estado español, y cómo. Invocan el principio democrático, que creen que les permite utilizar el derecho de autodeterminación, pero sin ningún límite constitucional. Hay que respetar, sin duda, los sentimientos mayoritarios del pueblo en base al principio democrático, pero el principio de constitucionalidad también impone sus reglas que será imprescindible observar. No hacen falta más detalles para que los ciudadanos perciban que la “cuestión catalana” tiene muchos aspectos preocupantes, que conciernen al Estado. Con toda evidencia no es este un asunto exclusivamente del Gobierno, sino que reclama un pacto político para afrontarlo.
La gran manifestación de la Diada del pasado 11 de septiembre y su inmediato aprovechamiento político por el Gobierno de la Generalitat, ha provocado el curioso efecto de que las declaraciones y noticias de cada día se hayan concentrado en la política catalana y sus consecuencias, como si la crisis del Estado de las autonomías no tuviera otras manifestaciones, también graves. Pero no sería sensato olvidar que, después de más de 30 años, el reparto territorial del poder presenta severos deterioros que afectan al funcionamiento del Estado como conjunto y a la articulación de las instituciones que lo conforman. Son manifiestos los defectos de la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, que demanda un replanteamiento en profundidad. La relación entre la legislación estatal y la autonómica es incorrecta. Las garantías de cumplimiento de las leyes del Estado son escasas. La organización institucional de las Administraciones Públicas es desmesurada. La observancia de las reglas del juego establecidas en el Título VIII de la Constitución es, en la actualidad, mínima. La situación reclama arreglos urgentes que, sumados a las exigencias que proceden de Cataluña, tal vez haga imprescindibles las reformas constitucionales cuya necesidad están planteando sin excepción todos los especialistas solventes. En lugar de estudiar seriamente la orientación de estas reformas, cada grupo político mantiene posiciones muy divergentes, sin que se hayan analizado ni la necesidad de las medidas que se proponen ni las consecuencias que tendrían para el Estado. También resulta evidente que cualquier medida que conduzca a una reforma de la Constitución o, en su defecto, a una revisión de la legislación que contiene regulaciones esenciales de la aludida cuestión autonómica, tiene que ser formulada en el marco de un pacto de Estado.
España vive una situación muy comprometida y el Gobierno y los partidos políticos tienen que asumir patrióticamente la necesidad de establecer compromisos de Estado para superarla. Es seguro que el propio hecho del acuerdo contribuiría también a mejorar la opinión que los ciudadanos tienen actualmente de sus representantes políticos.
Días atrás, el Círculo Cívico de Opinión, que reúne a un grupo extenso de profesionales y académicos de todas las ramas y especializaciones, ha debatido sobre las tres principales crisis que han sido enunciadas, y acordó hacer pública su opinión, que estas líneas resumen en su nombre.
Santiago Muñoz Machado y José Luis García Delgado, en representación del Círculo Cívico de Opinión.
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