6 de noviembre de 2012
Desafección
LA CUARTA PÁGINA
Es bien sabido que los enfermos que han alcanzado esa cruel fase de agravamiento que se llama hoy terminal desarrollan todo tipo de estrategias psicológico-verbales para soslayar mentalmente el decreto que la naturaleza ha dictado contra su organismo, y elaboran inverosímiles planes de futuro para dejar de pensar a cada instante en su horrendo e inaceptable presente. Una lógica parecida a esta debe ser la que explica que, cuando la mayoría de las grandes instituciones públicas y privadas que articulan nuestro país se encuentran en bancarrota económica y política, cuando el desempleo alcanza cifras tan monstruosas por su tamaño como por su velocidad de crecimiento y cuando la clase media está despeñándose rápidamente hacia la miseria y la irrelevancia, el ámbito de la opinión se llene de intrincadas discusiones sobre la viabilidad de una Cataluña independiente, sobre la urgencia de una asamblea popular Constituyente en el Congreso de los Diputados, sobre la oportunidad de un referéndum consultivo sobre los recortes (a ver si por fin nos enteramos de cuántos son de verdad los españoles que quieren que les despidan, que les bajen el sueldo o les quiten el piso) o sobre una hipotética República Federal española (relativamente asimétrica y asintóticamente leptocúrtica, por supuesto, aunque tan inoportuna, oportunista y quimérica como el independentismo súbito al que asegura contraponerse). Uno de estos temas de distracción en horas bajas, que se ha consolidado en las tribunas mediáticas merced a las empresas demoscópicas, es el de la llamada “desafección” de los ciudadanos hacia la política y hacia los políticos, considerada como una forma privilegiada de expresión del “malestar” que la crisis económica habría extendido entre la población. En las líneas que siguen querría llamar la atención sobre algún malentendido relativo a este asunto.
Durante estos años el dinero fácil (el hoy tan añorado “crédito fluido”) disimuló el ayuno discursivo
Ante todo creo que la preocupación por el desapego hacia la política se reparte en dos grandes bandos. En un lado están aquellos que, por así decirlo, se inquietan de buena fe y con buenos motivos ante la posibilidad de que la “inoperancia” de los partidos políticos, hoy aparentemente reducidos a marionetas de unas fuerzas agazapadas en la trastienda, acabe concediendo alguna oportunidad electoral a movimientos sociales más demagógicos que democráticos y con tintes autoritario-populistas que seduzcan a las gentes con la promesa de una “solución radical” de las dificultades que, de un modo u otro, signifique la disolución o la disminución de la vida política y de las estructuras del Estado de derecho incluso por debajo de su precario nivel actual. La otra franja de la preocupación es mucho más prosaica y aritmética: se trata de quienes (generalmente desde los propios partidos políticos o su órbita de influencia) observan con mucho nerviosismo esa anomalía contable que consiste en que el desgaste que las medidas de austeridad producen en los gobiernos (o sea, la apatía electoral de sus votantes) no se traduce en crecimiento de las expectativas electorales de la oposición. Como el canónigo Balseiro imaginado por Torrente Ballester, que se mesaba los cabellos pensando en los millones de espermatozoides que, destinados por Dios a la fecundación reproductiva de la especie, son sin embargo desperdiciados irresponsablemente todos los fines de semana y se extinguen sin haber cumplido su sagrada misión, los profesionales de la política se desesperan contando todos esos votos despilfarrados que abandonan las urnas del adversario sin trasvasarse a las suyas, perdiéndose aparentemente en el hondo pozo de la abstención, cuyo repunte ya hemos empezado a advertir en los últimos comicios. Los más radicales críticos de este intolerable derroche señalan con su dedo acusador a las organizaciones políticas peyorativamente llamadas “tradicionales” por “no haber sabido canalizar el descontento”, sea el de las minorías ruidosas de toda índole que llenan las calles, sea el de la mayoría silenciosa que tanto preocupa al presidente de nuestro actual gobierno.
Así las cosas, es casi un deber cívico sugerir a estos preocupados analistas que quizá yerran el objeto de su desvelo. A los del primer bando es necesario recordarles que para hablar de “desafección” de la política tendría que haber habido primero una afección a ella. No digo que tal afecto no se haya dado en el pasado ni que no subsista ya entre nosotros; digo que, si alguna vez lo hubo, hace bastante tiempo que se volvió minoritario y cualitativamente insignificante, y que lo que durante muchos años ha ocupado su lugar ha sido una trama en gran medida clientelista que casi ha reducido a los partidos políticos a maquinarias para la acumulación de poder, y a sus votantes a la condición de consumidores agradecidos a la parroquia de la que son beneficiarios, sin que en ninguno de los dos extremos de la cadena hubiera (ni se echara de menos) el menor contenido discursivo o argumental. El dinero fácil (el hoy tan añorado “crédito fluido”) que durante estos años disimuló el ayuno discursivo ahora ha desaparecido, y esto es lo que explica la desbandada de los clientes y la cierta impresión de una total carencia de ideas, nihilismo rampante de las mayorías silenciosas y de los burós políticos de los partidos hasta hoy mayoritarios, y no sólo de las indignadas minorías marginales. Quienes hoy se rasgan las vestiduras ante la “desafección de la política” no nos avisaron del peligro mientras la bonanza financiera hizo posible una “afección” que no era en el fondo diferente de la que siente el caballo por el pienso (tan humana, sin embargo), y que por tanto ya tenía muy poco que ver con la política y era para ella tan nociva y temeraria como la burbuja inmobiliaria para la economía. De modo que, teniendo en cuenta la baja calidad de la antigua “afección” hacia la política, la actual desafección podría incluso ser, más que un síntoma sombrío o un mal augurio, una oportunidad —sólo eso— para una cierta regeneración de la vida pública.
Y así como la desafección de la política no es necesariamente un mal, sino que, cuando la política está en su nivel más degradado, puede ser la ocasión de recuperar un bien perdido, así también la afección política —a pesar de lo simpático de su nombre— no tiene por qué ser necesariamente un bien allí donde se ha producido esa degradación. Los ofuscados analistas del segundo bando, por ejemplo, buscan a toda costa “proyectos ilusionantes” que reparen rápidamente las heridas del desamor, pero encuentran para ello el inconveniente insuperable de que la pertinaz sequía presupuestaria vuelve tan inviables como inverosímiles las promesas, antes tan eficaces, de más pienso para la caballería. Como la historia enseña obstinadamente, los únicos capaces de lograr el milagro (reanimar a los seguidores insatisfechos incluso con las arcas vacías) son los partidos “no-tradicionales”, es decir, aquellos en los cuales el populismo, la demagogia y el clientelismo no son desviaciones que deforman la política, sino la esencia de la misma tal y como ellos la entienden; aquellos que, como los de Perón o Fujimori —por no buscar ejemplos más célebres—, consiguen aprovechar el descontento para medrar, encauzando la indignación popular hacia donde les conviene mediante una inteligente obra de ingeniería emocional que no precisa inversión real. En nuestro país no tenemos, por fortuna, ningún movimiento significativo de este tipo, pero sí una variante civilizada de partidos “no-tradicionales”, que son los nacionalistas, y que son quienes están extrayendo más réditos del malestar: dado que en ellos el componente afectivo es el principal motivo de adhesión, la desafección es casi impensable y fácilmente curable con una inyección de orgullo y fervor, mercancías que pueden fácilmente inflar los ánimos incluso sin nada en los bolsillos, suscitando el espejismo de que “España” (signifique esta palabra lo que signifique) “se ha quedado sin proyecto”, mientras que a “Cataluña” (con la misma salvedad) le sobra, aun estando en suspensión de pagos; es más, las apreturas económicas, en lugar de limitar o ralentizar el “proyecto”, son el mejor alimento para esa ebriedad que desde el pasado 11 de septiembre arrastra al president de la Generalitat y a algunos de sus rivales políticos, aunque nadie —ni siquiera ellos mismos— sepa hacia dónde. Cuando es a esta ebriedad a lo que se llama política, también podría resultar saludable que no cundiera la afección y que los políticos, en lugar de intentar canalizar, aprovechar o rentabilizar el descontento, se esforzaran por disminuirlo.
José Luis Pardo es filósofo. Uno de sus libros recientes es Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario