19 de septiembre de 2012
El lado oscuro de Santiago Carrillo
ABC - Día 19/09/2012 - 15.00h
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Durante muchos años, desde su vuelta del exilio en 1976, Santiago Carrillo simbolizó dos cosas antagónicas en apariencia: el espíritu de la reconciliación que permitió la ejemplar Transición política a la democracia, y el recuerdo de las dos Españas cainitas que se enfrentaron durante la Guerra Civil.
Santiago Carrillo fue, desde el lado de la España republicana, el mayor representante de la negociación en la que se pusieron de acuerdo los que habían sido varios bandos enfrentados (no solo Franco contra Carrillo, sino una larga lista de banderías, como las de los nacionalistas, los carlistas, los falangistas, los monárquicos, los socialistas, comunistas, etcétera) en la que ninguno pretendió imponer su programa de máximos, sino construir una nueva convivencia basada en mirar hacia delante y no hacia los lados.
Pero, a pesar de ello y, por supuesto, muy a pesar del personaje, una situación de perdón y reconciliación no supone que hubiera un pacto de silencio. La cuestión de la verdad (no la de la Justicia) se hizo en España ineludible, sin comisiones del estilo argentino, ni causas circenses como la emprendida por el juez Garzón pretendiendo juzgar a muertos. Una verdad que incumbió a los historiadores.
Y la apertura de los armarios acabó haciendo que la luz penetrara en los recovecos más oscuros. A Santiago Carrillo le tocó su parte, y no fue pequeña ni -imagino- fácil de digerir.
Le tocó afrontar el asunto de Paracuellos de Jarama. A pocos kilómetros de Madrid yacen los restos de algo más de dos millares de personas que fueron conducidos desde las cárceles de San Antón y la Modelo para ser asesinados sin juicio, y mal enterrados bajo una delgada capa de tierra. Nunca apareció su firma en los documentos que probaron la decisión conjunta de las Juventudes Socialistas Unificadas (comunistas) y el Movimiento Libertario para exterminar a todos aquellos enemigos políticos, pero su cargo de máximo responsable de Seguridad de la Junta de Defensa de Madrid le señalaba de manera casi indisimulable como uno de los responsables de la matanza. Aunque él siempre lo negó.
En cambio, llegó a aceptar públicamente su responsabilidad en otras muertes, como las de algunos disidentes comunistas que trabajaban dentro de España en la clandestinidad en los años cuarenta, y que fueron liquidados por desviarse de la línea marcada por el PCE desde el exilio o por paranoicas acusaciones de ser chivatos de la policía franquista.
Carrillo fue un representante más, uno de los principales en España, de lo que fue la política en los años treinta. En nuestro país, los golpistas mataban porque España no era posible si no era Católica, como pregonaba el cardenal Gomá, y los revolucionarios, entre los que se encontraban los comunistas, mataban porque la Historia lo exigía. Lo que algún historiador, como Mosse, han definido como la brutalización de la política. Algo que no era monopolio de ninguna de las tendencias que pugnaban en toda Europa por hacerse con el poder. Nazis, comunistas o, también, anarquistas. Era, por desgracia para el presuntamente civilizado continente, moneda corriente la violencia, el exterminio del enemigo ideológico o político como si ello fuera una ley de la naturaleza o de la Historia.
Carrillo tuvo la enorme habilidad, o capacidad, de saber escaparse de esa ley. Como lo hicieron, por mucho que nos parezca que lo hicieron tarde, sus compañeros que militaron en el eurocomunismo tras la muerte de Stalin.
Carrillo ha muerto sin contar todo lo que sabía, que era mucho. Eso les toca a otros: desenterrar la verdad. Tarea de periodistas y, sobre todo, de historiadores.
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