Cuando una figura pública alcanza a vivir casi cien años, el juicio final que sobre ella pueda acabar fijando la Historia difícilmente diferirá del que hayan ya establecido quienes fueron sus últimos contemporáneos. Ese es, con toda probabilidad, el caso de Santiago Carrillo, cuya vida ha abarcado nuestro último siglo (¡y qué siglo!) de vida común. Sobre su trayectoria vital, tan compleja como controvertida y dilatada, se ha dicho y escrito ya de todo, a favor y en contra, con mayor o menor fundamento, con más o menos imparcialidad, admiración o incluso odio. Todo ello ha ido siendo pulido, tamizado y amasado por las ruedas del tiempo y en esta hora del definitivo adiós el residuo último que de toda esa biografía parece haber cristalizado en la memoria colectiva española es el reconocimiento a su pragmática, y sin duda también generosa, contribución a nuestra transición a la democracia. Carrillo, justo es recordarlo, en su condición de dirigente máximo del PCE, pospuso la discusión sobre símbolos (por significativos que fueran: de ahí su aceptación de la Monarquía constitucional, de la bandera bicolor y de la Marcha Real) a la convivencia reconciliada y contribuyó a consolidar un sistema de partidos en el que al suyo no aguardaba, obviamente, sino un papel secundario. Y así, ahora, cuando “tal y como en sí mismo al fin la eternidad le cambia” (por decirlo con el verso famoso de Mallarmé sobre la tumba de Edgar Allan Poe) quienes le veneran y quienes le aborrecen coinciden en valorar de forma muy especial precisamente esa contribución suya a la salida pacífica y consensuada del franquismo. El 82% de los españoles (y, significativamente, el 76% de los votantes del PP) consideran decisivo su papel en nuestro proceso de transición democrática. Y así el conjunto de nuestra ciudadanía, sin duda en gran medida por esto mismo, otorga una llamativa puntuación de 6,7 al conjunto de su larga trayectoria política.
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