3 de diciembre de 2018
El horizonte de VOX
El gran debate está hoy entre las soberanías nacionales y el mundialismo disgregador. En España los dados ya están sobre la mesa. Gran noticia.
La irrupción fulgurante de VOX en el Parlamento andaluz ha dado carta de naturaleza institucional a un fenómeno que se venía advirtiendo con claridad a lo largo del último año: el surgimiento de una fuerza política estrictamente nacional que se aleja de las divisiones habituales derecha/izquierda y pone el acento en la unidad de la nación española. Porque VOX es esencialmente eso: tal vez derecha (de ella procede, sí), pero, sobre todo, derecha nacional, es decir, que sigue fijando el ámbito de la soberanía popular en la comunidad política del Estado-nación, frente al progresivo desmantelamiento de las competencias nacionales. Así que el debate soberanismo/mundialismo ha llegado a España. Bienvenido sea.
Junto a eso, VOX se ha convertido en el catalizador de un voto descontento, hastiado de los discursos de las elites, de esa casta político-mediático-financiera que viene marcándonos imperativamente desde hace decenios qué es lo bueno y qué es lo malo, cada vez más alejada de las preocupaciones reales del ciudadano común. Es interesante echar una ojeada a las cifras. El PSOE ha perdido 400.000 votos y el PP 250.000, como la extrema izquierda. Ciudadanos ha ganado alrededor de 300.000 votos y VOX ha irrumpido con 400.000, lo cual significa que este partido ha bebido tanto en la izquierda (se calcula que más de un 25% de sus votos) como en el yacimiento de los nuevos votantes. La famosa transversalidad era esto: ser capaz de llegar a públicos distintos con propuestas capaces de suscitar adhesiones por encima de las etiquetas clásicas y de las inercias del voto.
¿Por qué VOX ha logrado ese efecto transversal? Fundamentalmente, porque ha planteado los asuntos que los partidos del establishment no osan tocar, pero que el ciudadano –cualquier ciudadano- experimenta todos los días como problemas personales. Es un problema personal que tu barrio se llene de inmigrantes ilegales, con el inevitable corolario de seguridad y precariedad. Es un problema personal que la ley de violencia de género presuma sistemáticamente la culpabilidad del varón por el hecho de ser varón y la inocencia de la mujer por el hecho de ser mujer. Es un problema personal que te sangren con impuestos para recibir a cambio unos servicios precarios, más aún si tienes la desdicha de, por ejemplo, caer enfermo en una comunidad autónoma distinta de la tuya, y ya no digamos si tienes que marcharte a una región donde van a educar a tus hijos en una lengua que no es la suya. Es también un problema personal que tu país se deshaga, que te quieran borrar la memoria, que les digan a tus hijos que para ganarse la vida tendrán que irse fuera hablando inglés (o abonarse a cualquier clan del poder feudal de turno), que la factura de la luz sea inasumible y, en fin, todas esas cosas que han minado profundamente la moral del ciudadano común.
La casta político-mediática, envuelta en la nube de sus prejuicios y sus privilegios, no ve nada de todo esto. Al revés, se ha encastillado en la asombrosa convicción de que la anomalía es el orden natural de las cosas y ha roto a condenar a VOX con los anatemas habituales de su credo. El problema para el poder es que cada vez menos gente comulga con tales ruedas de molino, y eso se ha puesto en evidencia de manera dramática en esta campaña. El argumentario del establishment contra VOX ha sido de una irracionalidad propiamente indecente, bochornosa. Hemos asistido a un festival de insultos tan burdo, tan primario, tan alejado de la realidad observable, que finalmente el anatema ha producido el efecto inverso. Y es importante subrayar todo esto en detalle, porque sin duda forma parte de las razones por las que tanta gente, y tan variopinta, ha votado a VOX.
Por ejemplo, hemos visto al Gobierno de España, por boca de su portavoz(a), acusar a VOX de “inconstitucional”. Y eso lo dice un Gobierno que manda gracias al apoyo de partidos incursos en delitos de rebelión y sedición, con los epígonos políticos del terrorismo etarra y con fuerzas de ultraizquierda que quieren abolir la monarquía. Es verdad que VOX propone suprimir el modelo constitucional del Estado de las Autonomías, cosa en la que se puede estar de acuerdo o no, pero incluso esto lo propone por el muy morigerado camino del trámite parlamentario, es decir, el camino constitucional. Todo lo contrario que los socios del Gobierno. ¿Quién es aquí el realmente inconstitucional?
Otrosí, hemos visto a la aún presidenta de la Junta de Andalucía, la socialista Susana Díaz, acusar a VOX de justificar la violencia contra las mujeres, nada menos. Eso lo dice un partido que ha mantenido en su cúpula a un maltratador con sentencia firme (el vasco Eguiguren) y que se ha gastado el dinero de los parados en prostíbulos. No está mal. Pero, sobre todo, ¿en qué se basa esa acusación? En que VOX propone sustituir la vigente ley de violencia de género por otra distinta que no discrimine al varón por el hecho de ser varón. ¿Y esto es justificar la “violencia machista”? La calidad del argumento es pura basura. Desde el punto de vista lógico, es algo así como “¿Está usted contra la pena de muerte para delitos de terrorismo? Entonces usted justifica el terrorismo”. ¿De verdad creen los políticos que los ciudadanos no perciben estas cosas? ¿De verdad creen que nos lo tragamos todo?
Asimismo, hemos visto a la ultraizquierda de Podemos y aledaños, que en Andalucía comparecía bajo la candidatura de Teresa Rodríguez, acusar incesantemente a VOX de racismo y xenofobia. ¿Por qué? Porque VOX propone vetar la inmigración ilegal, perseguir a las mafias del tráfico humano y defender la fronteras. Es decir, lo mismo que prescribe el Código Penal (artículos 313 y 318, por ejemplo). ¿Dónde está el pecado? En un giro suplementario, para sobrepasar el límite del ridículo, Teresa Rodríguez se permitió decir aquello de que “No vamos a permitir que vengan de fuera a imponernos la xenofobia”. Doña Teresa debió de ausentarse de clase ese día, pero la palabra “xenofobia” viene del griego xénos, “extranjero”, y significa literalmente miedo al que viene de fuera. De fuera, sí: como esos a los que doña Teresa vitupera. O sea que esta señora, para acusar al prójimo de xenofobia, utiliza un argumento estrictamente xenófobo, y esto da bastante bien la medida del paupérrimo nivel en el que nos movemos.
Hemos visto, en fin, a la inmensa mayoría del coro mediático vaciando sobre VOX el repertorio habitual que se esgrime cuando llega el coco: racismo, machismo, fascismo, franquismo, etc. Belcebú redivivo, pintado con tales trazos que el retrato ha devenido en grotesca caricatura. Y una vez más, la seriedad de la acusación queda desmentida por la pobre entidad del acusador. Los que acusan a VOX de racista por querer limitar la inmigración ilegal son los mismos medios que veneran al presidente catalán Torra, ese que dijo que los españoles somos bestias con un bache en el ADN. Los que apelan a defender la Constitución frente a VOX son los mismos que consideran normal pastelear con los separatismos catalán y vasco y que se vulneren los derechos constitucionales en materia de lengua. Los que previenen contra un eventual peligro para las libertades son los mismos que jalean a la ultraizquierda liberticida. ¡Pero si hasta el grupo de comunicación de la Iglesia reprocha a VOX que haya mencionado a Dios! Nadamos en pleno delirio.
Y bien, ese delirio se empieza a deshacer. Quizá no en las mentes impermeables de la casta dominante, pero sí en el espíritu de la gente de a pie. Por utilizar una figura gráfica, hace cuarenta años nos prometieron que, si éramos buenos chicos, tendríamos libertad, democracia y prosperidad, pero ahora miramos alrededor y nos encontramos con que nos están dejando sin patria, sin identidad, sin dinero, sin hijos, con cada vez menos libertad, con una democracia intervenida y, para colmo, nos quieren quitar hasta el género sexual. Por supuesto, nadie está dispuesto a renunciar a lo prometido: la libertad, la democracia, la prosperidad, etc. Lo que hemos aprendido es que ya no podemos esperar esas cosas de nuestras elites. Habrá que reconquistarlas. VOX debería servir para eso.
“Ay de quien confunda la movilización con la victoria”, dijo una vez Spengler, y desde entonces la frasecita de marras ha entrado en el repertorio habitual de los aguafiestas. Pero conviene traerla aquí, porque ese es el horizonte al que ahora se enfrenta VOX. Lo de Andalucía ha demostrado que hay un profundo movimiento social y que el establishment no lo ha entendido. La cuestión es leer adecuadamente ese movimiento, que no tiene nada que ver con las etiquetas caducas de la “ultraderecha” y demás vainas, y que guarda mucho más parentesco con protestas como la de los Chalecos Amarillos en Francia o con la primavera de los balcones en España. VOX tiene que entender que su horizonte no está en la derecha de toda la vida (ni en su gemela de izquierda, evidentemente), sino al otro lado de ese viejo muro. Por decirlo en dos palabras: VOX no debe dejar que lo encasillen en la barra rojigualda de Casa Pepe, que es donde el sistema querría confinarlo, sino que tendría que aprovechar este impulso para ofrecer un programa de reconstrucción social a fondo, lo cual significa también –quizá sobre todo- enmendar los desmanes sociales de la globalización.
Volvemos a lo fundamental: el gran debate está hoy entre las soberanías nacionales y el mundialismo disgregador. En España los dados ya están sobre la mesa. Gran noticia.
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