PERISCOPIO
Blog Contra-Revolucionario
lunes, 24 de diciembre de 2018
CELEBRACIÓN – 25/12/2018
Quieran o no los hombres, la gracia llama a las puertas del alma de forma más dulce, más suave, más insistente, en este día de Navidad. Se diría que, a pesar de todo, flota en el aire una luz, una paz, un aliento, una fuerza de idealismo y dedicación que es difícil no percibir.
Además, en innumerables hogares, el nacimiento aún nos muestra la imagen del Niño Dios, que vino para romper las cadenas de la muerte, para aplastar el pecado, para perdonar, para regenerar, para abrir a los hombres nuevos e ilimitados horizontes de fe y de ideal, nuevas e ilimitadas posibilidades de virtud y de bien.
Dios aquí está, acogedor y a nuestro alcance, hecho hombre como nosotros, teniendo junto de sí a la Madre perfecta. Madre suya, pero también nuestra. Por medio de Ella, hasta los peores pecadores todo pueden pedir y esperar.
Allí también está San José, el varón sublime que reúne en sí la maravillosa antítesis de las más diferentes cualidades. Es Príncipe de la Casa de David y es también carpintero. Es defensor intrépido de la Sagrada Familia. Pero, a la vez, es padre tiernísimo y esposo lleno de afecto. Esposo perfecto, es sin embargo el esposo castísimo de Aquella que fue siempre Virgen. Padre verdadero, empero, no fue padre según la carne. Modelo de todos los guerreros, de todos los príncipes, de todos los sabios y todos los trabajadores que la Iglesia engendraría en esta tierra para el Cielo, pero él no fue principalmente nada de esto. Sus títulos más altos son dos: padre de Jesús, esposo de María.
Los pastores allí se presentan en amable intimidad con sus animales, así como con Nuestra Señora, San José y el propio Niño Jesús. Es la imagen conmovedora del Dios excelso, que lleva la irradiación de su grandeza hasta el extremo de tocar y elevar lo que hay de más humilde y pequeño entre los hombres. Y que, no contento con esto, atrae y cubre de bendiciones incluso a las criaturas irracionales.
Al contemplarlo, nuestras almas crispadas se distienden. Nuestros egoísmos se desarman. La paz penetra en nosotros y a nuestro alrededor. Sentimos que en nuestro prójimo algo también está ennoblecido y dulcificado. Florecen los dones del alma. El don del afecto. El don del perdón. Y, como símbolo, el ofrecimiento delicado y desinteresado de algún regalo.
Para que nada falte, el hermano cuerpo, como decía San Francisco, también tiene su parte en la alegría. Hecha la oración ante el pesebre, todos se sientan a la misma mesa. Se come sin glotonería. Se bebe sin embriaguez. Es la fiesta en que brilla la alegría de tener fe, de tener virtud, de actuar sacralmente.
Excertos de comentarios del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira sin revisión del autor
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