13 de agosto de 2013
El general que llegó más alto
HISTORIAS DE CEREBROS FUGADOS
EL PAIS -PATRICIA PEIRÓ Madrid 11 AGO 2013 - 00:14 CET3
El día comenzaba a morir en Barcelona aquella tarde del 11 de octubre de 1928 cuando una bala plateada apareció silenciosa en el cielo. A bordo del Graf Zeppelin, el comandante de la nave acababa de ceder a Emilio Herrera los mandos del aparato, que efectuaba el primer vuelo comercial transoceánico entre Alemania, de donde había salido dos antes, a EE UU, adonde llegaría cuatro días después. El viaje había nacido de la mente, los cálculos y los sueños del militar granadino, pero se convirtió en una realidad gracias a los fondos alemanes. Desde las alturas, los 63 ocupantes del zepelín observaban a la multitud agolpada en la plaza de Cataluña. El pez volador encaraba sus últimas horas flotando sobre suelo firme antes de partir a Nueva York sin escalas.
Conectar Europa y América en zepelín fue solo uno de los cientos de proyectos fraguados en un cerebro en constante ebullición. El del teniente coronel Emilio Herrera (Granada, 1879), miembro de la llamada Edad de Plata de la ciencia española. Su mirada se elevó siempre hacia las alturas; fue el primero en cruzar el Estrecho en aeroplano, diseñó el laboratorio aerodinámico de Cuatro Vientos (Madrid) y fabricó el primer traje espacial para subir hasta la estratosfera. Solo la falta de recursos en su país y la Guerra Civil truncaron unas aspiraciones demasiado ambiciosas para su tiempo y su entorno.
Monárquico convencido, el militar aceptó la República porque llegaba de la mano del pueblo, pero previamente pidió al rey Alfonso XIII permiso para liberarse del juramento que le unía al monarca después de que este le nombrara gentilhombre de cámara por sus logros aeronáuticos. Su fidelidad por la República la mantuvo hasta el punto de llegar a ser presidente de su Gobierno en el exilio entre 1960 y 1962.
Residió durante muchos años en París y al final en Suiza, donde vivía uno de sus hijos, el poeta José HerreraPetere. En la capital francesa se quedó a la espera de que cayera el régimen franquista, a pesar de que tuvo ofertas de la NASA para trabajar en EE UU. En su apartamento parisiense —un quinto sin ascensor al que se llegaba por una escalera de caracol— guardó durante décadas una botella de champán que prometió descorchar junto a Irene, su mujer, cuando finalizara la dictadura. Desde ese piso, muy cercano a la plaza de la República, imponía cada noche el silencio durante unos minutos mientras sintonizaba un canal de radio que informaba de la situación española. Murió en la casa de su hijo en Ginebra en 1967 sin poder saborear el espumoso.
Desde París recordó, aunque este hombre de espíritu inquieto no se detuvo demasiado en el pasado, las 2 horas y 35 minutos que le colocaron en las portadas de los periódicos, las del primer viaje en avión entre Marruecos y España que pilotó el atrevido Herrera luchando contra el viento de Levante el 13 de febrero de 1914.
Herrera fue protagonista de prácticamente todas las primeras experiencias de la aeronáutica española. En 1911, cuando subirse a un aeroplano para aprender a pilotar podía costarle la vida al alumno, Herrera era instructor en un incipiente aeródromo de Cuatro Vientos en el que solo se podía volar al alba o con la puesta de sol, los únicos momentos del día en los que las condiciones meteorológicas eran las adecuadas.
La lejanía forzosa de su país, de su equipo, de su aeródromo, sus aviones y sus prototipos de escafandra, condenó al general a abandonar la práctica y dedicarse al pensamiento. “Era un precursor y un intuitivo genial”, explica Emilio Atienza, doctor en Historia Contemporánea de España especializado en aeronáutica. “Hasta el final de sus días fue pura anticipación, publicó un mes antes de que estallara la bomba atómica un artículo sobre las consecuencias devastadoras de la energía nuclear”. El nieto del científico, que se llama igual que él, recuerda una visita de dos agentes de la Gestapo a su casa en París para interrogarle sobre esa publicación. Precisamente acabó su carrera como asesor de la Unesco para temas de energía atómica, un puesto para el que le recomendó Albert Einstein, al que había conocido en su viaje a España en los años veinte. En la biografía de Herrera publicada por AENA, Atienza se lamenta de que su “proverbial discreción y rechazo al protagonismo” hayan contribuido a silenciar “incomprensiblemente” su obra.
Herrera no llegó a ver a Neil Armstrong pasear por la Luna con un traje espacial muy parecido al que él había diseñado 30 años antes para elevarse a 30.000 metros de altura para medir las radiaciones de la estratosfera. “Menos mal que no lo hizo, quién sabe si hubiese sobrevivido a eso”, recuerda su nieto que comentaba la abuela Irene. Él le conserva en su memoria como un hombre rígido en sus opiniones, fruto de su educación militar, con el que, sin embargo, se podían debatir los temas, y que era capaz de rectificar si le convencían los argumentos del contrario. “Mis compañeros y yo a veces nos escapábamos del colegio en Suiza para ir a visitarle. Él nos llevaba a ver museos en París. Mis amigos decían que se aprendía más escuchándole media hora que en seis meses de escuela”.
Herrera nieto recuerda también cómo su abuelo le explicaba pacientemente los problemas de matemáticas que él no entendía durante los veranos que el general pasaba en su casa en Ginebra. Al hablar del “abuelo Emilio” aún se le escapa alguna lagrimilla y rememora con simpatía las visitas a su hogar suizo de Pablo Picasso y de Neruda —“me sabía fatal, porque cuando venía, Neruda dormía en mi cama, y yo, en el sofá”—.
El pionero del aire Emilio Herrera regresó a su hogar en 1993, cuando se trasladaron sus restos al cementerio de su Granada natal en un acto presidido por los Reyes de España. El general de las alturas descansa en el país al que nunca perdió de vista.
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