ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL*
Lunes , 10-05-10
En Utopía de un hombre que está cansado, Borges nos sitúa en una llanura igual a todas las llanuras, entre Oklahoma, Texas y la Pampa. Allí se le aparece al viajero un hombre que viste de gris y se expresa en latín. Con el pretexto de unas páginas perdidas de la Utopía de Tomás Moro, habla de otro tiempo y otro lugar donde se enseña en las escuelas la duda y el arte del olvido; donde no quedan ni bibliotecas ni museos porque se trata de borrar el ayer y no hay conmemoraciones, ni efigies de hombres muertos. Cada uno debe producir por su cuenta las artes y las ciencias que necesita. El viajero le pregunta al desconocido qué sucedió con los gobiernos. Y responde: «Según la tradición, fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen». La disolución del orden está en otros cuentos de Borges, como La lotería en Babilonia, o en los versos de La rosa profunda. Sólo nos quedaría la individualidad y la incertidumbre del sueño frente a una realidad que no acertamos a interpretar. Borges es un fantástico proveedor de imágenes de lo que hoy llamamos la sociedad líquida, donde ni dejamos ni seguimos huellas y el horizonte es una raya indefinida que cambia de distancia a cada paso.
Viene a cuento de uno de los signos de nuestro aquí y ahora: la hiperbólica desafección institucional que, consciente o inconscientemente, se promueve en un escenario de radicalización y banalización del pensamiento crítico. No hay que perder la ocasión, por nimia que sea, de arremeter contra las raíces de la república: gobierno, oposición, Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, el entramado de la justicia, la escuela y las universidades, el don de una lengua compartida. Siempre en función del juicio personalísimo del que lo hace frente a quién se hace, porque aquí todo depende de las personas, de lo que han sido, de con quién han estado, de lo que han ganado y de lo que esperan ser o ganar. Y mejor si conseguimos penetrar, a base de conjeturas, en el territorio del derecho penal, materia, ya se sabe, de dominio público, igual que la mecánica cuántica. La presunción de inocencia, al fin y al cabo, es algo que se pierde poco a poco a golpe de titular. Da lo mismo que se hable del cambio climático, de la cadena perpetua, de la energía nuclear, de la fiesta de los toros o de una sentencia dictada o por dictar. A favor o en contra, según quién. Blanco o negro. La propia Constitución, fruto de un esfuerzo extraordinario del pueblo español por transigir las diferencias -las heridas- y pactar la convivencia, parece hoy un lastre con el que no sabemos qué hacer, a cuál de las varias mitades de España endosársela.
No gritamos mueran las instituciones, porque no es época de gritos, pero las estamos matando. Aunque sea cierto que a veces quienes asumen los cargos, en su ejercicio o en la pasividad, ayudan poco, y que muchas de nuestras instituciones son aún demasiado jóvenes, no parece posible tanta desafección, tanta deslealtad, tanta imprudencia y cortedad de miras en esta renuncia colectiva a construir positivamente el futuro. En el desbalance general, hasta el equilibrio se instrumentaliza si es otro quien lo proclama.
El pasado 23 de marzo, celebramos Junta General en el Colegio de Abogados de Madrid. Sin falsa modestia, vamos recuperando el espacio cívico de reflexión y debate de otros tiempos. La asamblea fue ejemplar en el tono de las intervenciones, en las votaciones que se perdieron y en las que se ganaron, da igual por quién. Durante su curso, este Decano planteó, ante la situación de la justicia, una declaración de respeto institucional que asumieron muchos abogados de entre los presentes y los ausentes. Afortunadamente no todos, para poner en valor la pluralidad y la discrepancia legítima. Alguien dijo entonces, con razón, que era demasiado abstracta. Otros, que tal vez trataba de «compensar» el anuncio que la propia Junta de Gobierno del Colegio había hecho antes de una posible querella por la grabación de las comunicaciones, en prisión, entre abogados y clientes, que abrió la crisis más grave del derecho de defensa en nuestra democracia. Pero esa crisis, hoy superándose gracias a la propia actuación de los tribunales en una resolución impecable dictada pocos días después, no era pacífica el 23 de marzo de 2010. De hacerse ahora aquella declaración, seguramente se le imputaría lo contrario: servir de apoyo a los jueces sólo si dan la razón a la abogacía en su lucha por la defensa, que el respeto tendrán que ganárselo. Y así sucesivamente, según el afán de cada día. Pero la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, como Antonio Machado ponía en boca de Juan de Mairena para subrayar lo irracional de protestar la verdad según quien la diga.
Por eso hay que insistir y trasladar a la opinión nuestra preocupación, ayer y hoy, «por el cuestionamiento constante y la instrumentalización que se hace de la justicia y de quienes la imparten, que no se corresponde con la calidad y esfuerzo de magistrados y jueces, fiscales, funcionarios de la Administración de Justicia y abogados, con independencia de resoluciones o actuaciones que pueden no compartirse y que son revisables por los procedimientos que el propio ordenamiento jurídico establece». Desde el compromiso de la abogacía, también autocrítico, de «cumplir y reclamar el cumplimiento de los principios y valores constitucionales como expresión de un pacto de convivencia orientado a la realización del Estado social y democrático de derecho», para pedir a los poderes públicos, partidos, medios de comunicación, organizaciones de sociedad civil y ciudadanos, «respeto en la discrepancia, lealtad institucional y confianza en el sistema de la justicia».
Probablemente sólo en un cuento sea imaginable que la sociedad civil llegue a dar completamente la espalda a gobiernos y políticos; o que las instituciones, de tanto desapego, pueden caer en desuso. En 1889, el Código civil español, un instrumento de pedagogía social para salir del ancien régime, como su modelo francés, decía que contra la observancia de las leyes «no prevalecerá el desuso, ni la costumbre o la práctica en contrario». El precepto desapareció en 1974, por superfluo: una ingenuidad cuando estamos volviendo a las oscuridades del pasado. En el siglo XVI, Jerónimo Busleiden, el humanista amigo de Moro, resumió su Utopía como una combinación de «prudencia en los gobernantes, valor en los soldados y en cada uno la sobriedad y la justicia en todos». Sigue siendo pedir demasiado.
La realidad siempre es más compleja que lo imaginado, y el deterioro de lo público no tiene límites, como tampoco los tiene el olvido y el empobrecimiento económico y cultural de los pueblos. Aunque la duda sea también una forma de comprensión, estoy convencido de que todos podemos ser mucho más exigentes con nuestra conducta y la de los demás a través de los mecanismos que democráticamente nos hemos dado. Comenzando por la Constitución, una herramienta de «orden» (en el buen sentido de la palabra) y progreso social que insensatamente menospreciamos cuando no hemos sabido sacarle el partido que lleva dentro, su potencia transformadora. Sólo con los pies asentados en la geografía de las instituciones es posible orientarse en esta sociedad diluida y conducirla a mayores cotas de concordia y fraternidad todavía lejos en el horizonte, justo al sur de la isla de la utopía.
*Actual Decano del Colegio de Abogados de Madrid. Fue, entre otras muchas cosas, Catedrático de Derecho Civil en Madrid.