P E R I S C O P I O
Blog Contra-Revolucionario
miércoles, 7 de agosto de 2019
PROGRESO – 08/08/2019
El progreso, en su acepción moral más elevada y en sus manifestaciones materiales legítimas, proviene directamente de la Iglesia verdadera, ubicada en Roma hasta 1958. El cortejo de vicios y errores que arrastró tras él provino de un verdadero retroceso a la barbarie generado en el Renacimiento, bárbaro como es bárbara la condición primitiva de vida de las tribus amazónicas.
Es una tendencia esencial de la civilización hacer cada vez más perfecta la vida de las colectividades humanas. Bárbaro e incivilizado es el hombre que no gobierna sus instintos, y que se vuelve así no apto para la vida social. Que ese desgobierno de instintos se cubra con los encajes y sedas de los sibaritas, o que ostente solamente el taparrabos de los polinesios, no es más que una cuestión de escenario. Más civilizada sería una nación sin encajes ni sedas, sin aviones ni televisiones, pero en la cual la moralidad reinase, que una Sodoma digitalizada en todas sus manifestaciones vitales, pero podrida en todo el armazón de su estructura moral.
El hombre se ha atrevido a manipular y destruir la vida humana. El cimiento de toda civilización es la moralidad. Y cuando una civilización se edifica sobre los cimientos de una moralidad frágil, cuanto más crece, tanto más se aproxima de la ruina. Es como una torre que, asentándose sobre cimientos insuficientes, caerá en cuanto alcance cierta altura. Cuanto más se superponen unos pisos a otros, tanto más próxima está su ruina. Y cuando los escombros que atiborren la tierra hayan demostrado la debilidad del edificio, ciertamente los arquitectos de las Torres de Babel envidiarán la casa de amplios cimientos y de número limitado de pisos, que desafía las intemperies y el paso del tiempo.
El trabajo que la humanidad ha efectuado desde el siglo XIV consistió en debilitar los cimientos y en aumentar el número de pisos. La Iglesia, que pudo actuar libremente hasta el siglo XIV, trabajó en sentido contrario: dilatar los cimientos, para más adelante edificar sobre ellos, no el monumento vano de un orgullo temerario, sino el fruto vigoroso y admirable de la prudencia y de la sabiduría. Los cimientos que aún hoy soportan el peso inmenso de un mundo que se desmorona son obra de la Iglesia. Nada es realmente útil si no es estable. Y lo que aún hoy nos queda de estable y de útil, de civilización en definitiva, lo edificó la Iglesia. Por el contrario, los gérmenes que amenazan nuestra existencia nacieron precisamente de la inobservancia de las leyes de la Iglesia. Este es el diagnóstico irrefutable de la sociología católica, que debemos defender.
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