Inmigración y cuestión religiosa
Santo Tomás estableció las obligaciones de la hospitalidad, pero también sus límites
Una correcta doctrina católica empezaría por repetir las palabras de Pío XII en la constitución apostólica Exsul Familia: «Todos los hombres tienen derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen; en caso de que aquél se frustre, tienen derecho a emigrar y ser acogidos en cualquiera otra nación que tenga espacios libres». Donde se establece claramente que el derecho a emigrar es subsidiario; esto es, un derecho que suple o sustituye el derecho principal a tener un espacio vital familiar en el lugar de origen, cuando éste último no se pueda asegurar. Las razones por las que, en muchos casos, ese derecho principal no se puede cumplir son diversas; y en cada caso deben ser discernidas. No tiene mucho sentido, por ejemplo, acoger sin tasa personas de naciones cuyos gobernantes corruptos o malvados las obligan a abandonar su lugar de origen, infligiéndoles hambrunas o persecución, si al mismo tiempo no se trata de impedir el comportamiento malvado o corrupto de estos gobernantes. Mucho menos sentido tiene todavía acoger sin tasa personas de naciones que han sido arrasadas por la rapacidad económica y los apetitos bélicos de la plutocracia que, a la vez que esquilma países y provoca flujos migratorios de mano de obra barata, fomenta el multiculturalismo. Cualquier Estado que no sea una mera colonia tiene que denunciar y combatir con todos los medios a su alcance los designios de esta plutocracia globalista; pues servir de recipiente a los flujos migratorios que provoca sin denunciar ni combatir su estrategia es tanto como actuar de mamporrero de quienes niegan a los hombres el derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen.
Una vez sentada la premisa de que el derecho a emigrar es subsidiario, convendría leer con atención a Santo Tomás de Aquino, que en la Suma Teológica (Prima Secundae, cuestión 105, artículo 3) nos brinda soluciones clarividentes al problema de la inmigración, estableciendo nítidamente las obligaciones de la hospitalidad, pero también sus límites. Empieza Santo Tomás recordando algo tan elemental como que «las relaciones con los extranjeros pueden ser de paz o de guerra». Y es que, en efecto, las intenciones de los inmigrantes pueden ser pacíficas u hostiles; y es legítimo que la nación que los recibe las investigue, y también que rechace, como medida de legítima defensa, a aquellos inmigrantes que considera hostiles, entendiendo como tales no solamente a quienes tengan como propósito perpetrar crímenes o violencias, sino en general a quienes alberguen intenciones contrarias al bien común de la nación que los recibe. (Continuará)
Vemos cómo Santo Tomás antepone siempre la noción de bien común, que exige un deseo no meramente instrumental de integrarse en la vida del país de acogida. Por último, Santo Tomás observa que no todos los extranjeros deben ser tratados de igual manera, sino que conviene examinar su grado de «afinidad» con la nación que los recibe. Lo que también aporta un criterio muy iluminador a la hora de determinar los límites a la hospitalidad debida a los extranjeros. (Continuará)
Para establecer ese grado de «afinidad» que determina la integración plena de los extranjeros, Santo Tomás repara en las costumbres de los hebreos, que integraban a la tercera generación a los egipcios -en cuya tierra habían vivido en el pasado- o a los idumeos, con quienes los unían vínculos de sangre (pues eran hijos de Esaú, el hermano de Jacob). En cambio, Santo Tomás observa que los miembros de otros pueblos de clara intención hostil, como los amonitas y moabitas, nunca fueron integrados plenamente en el pueblo de Israel. Este criterio de «afinidad» tendría fácil aplicación en el caso español: los inmigrantes de pueblos con quienes los españoles tenemos vínculos de sangre (muy especialmente los pueblos hermanos de la América hispánica) deben ser incorporados en plenitud más fácilmente; y también aquellos inmigrantes procedentes de pueblos que nos hayan brindado su ayuda o acogido benignamente en circunstancias difíciles.
Aunque como añade el Aquinate, incluso los inmigrantes procedentes de naciones enemigas, «podrían ser admitidos en la asamblea del pueblo, por dispensa y en premio de algún acto virtuoso, como los israelitas hicieron con el general Aquior, jefe de los amonitas que intervino ante Holofernes en apoyo a los judíos, o con la moabita Ruth». Pero, salvo estos casos de virtud probada, debe aplicarse el criterio de «afinidad», con la vista siempre clavada en el horizonte del bien común, que exige una inmigración dirigida a la integración auténtica (lo que exige que no se permita la creación de guetos o «pequeñas naciones» en el seno del país). De ahí que deben considerarse modelos equivocados tanto el francés (que construye una falsa unidad en torno a entelequias pomposas y vacuas, llámense la República, la Democracia o el Sistema Métrico Decimal) como el modelo inglés y estadounidense, que construye una sociedad multicultural donde la verdadera comunidad política se hace inviable, por más que se fomente un archipiélago de comunitarismos fragmentarios.
Ese «espíritu común» que brinda la religión, convirtiendo a los pueblos en auténticas comunidades, como afirmaba Unamuno, no requiere que todos los miembros de la comunidad sean fervorosos creyentes. Requiere, en cambio, que creyentes y no creyentes se reconozcan en una misma tradición religiosa, en unas instituciones nacidas de esa tradición, en unos principios morales alimentados por ella, en una cosmovisión compartida. No hay comunidad auténtica donde no hay un ethos común; y ese ethos que conforma y vincula a los pueblos, capacitándolos para los esfuerzos colectivos, tiene siempre un sustrato religioso. No en vano todas las civilizaciones que en el mundo han sido han nacido de una religión; y han perecido cuando la religión que les brindaba sustento se marchitó. El empeño de Occidente por sostenerse sobre el indeferentismo religioso, convirtiendo la Democracia o la República o el Sistema Métrico Decimal en idolatría sustitutoria, es un empeño tan quimérico como suicida.
Y en esa comunidad con «espíritu común» habría caridad auténtica, pues anfitrión y huésped se reconocerían como hermanos, por ser hijos del mismo Padre. Todo lo contrario que ocurre en las sociedades irreligiosas, donde no se acoge al inmigrante por amor al prójimo, sino por postureo político coyuntural; o por suscitar -según la receta de Laclau- en el seno de la sociedad «antagonismos» que faciliten la dinámica revolucionaria (una vez que la «clase obrera» ya no se considera sujeto revolucionario); o incluso por odio sibilino pero irreprimible hacia la religión que constituyó nuestra civilización. Y quienes rechazan al inmigrante no lo hacen tampoco por amor a su patria, sino para explotar electoralmente el odio al extranjero, o para sembrar el miedo egoísta a la pérdida del bienestar material.
En las sociedades irreligiosas, en fin, hasta la Iglesia se desnaturaliza, dedicándose a las obras de misericordia… corporales, a la vez que renuncia a las espirituales, olvidando la encomienda para la que fue fundada. Así puede llegar a convertirse en un capataz al servicio del multiculturalismo, el laicismo y la apostasía. Si Europa desea brindar una respuesta a la vez disuasoria y acogedora al problema de la inmigración tendrá primero que restaurar su ethos y ofrecerse lealmente a otras culturas, dejándoles claro que no piensa dimitir de su identidad ni rendirse a los intereses de la plutocracia globalista. Mientras esto no ocurra, mientras Europa reniegue o no tenga conciencia de su identidad, mientras el escepticismo y la indiferencia religiosa dominen las almas, todo está perdido. Como nos recordaba Will Durant, «una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».
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