12 de agosto de 2014
Tarancón, el responso al Antiguo Régimen
Hay numerosas fotos, muy conocidas, tomadas durante la Guerra Civil o unos cuantos años después. En ellas, cardenales, obispos y clérigos comparten el saludo fascista, brazo en alto, con unos cuantos generales a las puertas de iglesias o catedrales. Esos mismos templos en los que Francisco Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”, entraba bajo palio mientras el órgano tocaba el Te Deum laudamus. Mucho, pues, tenía que trabajar la Iglesia en los albores de la democracia para quitarse ese ominoso traje de látex que tenía pegado a la piel.
Una parte de la jerarquía eclesiástica lo sabía muy bien. Así que en los primeros años 70, al tiempo que algunos arzobispos se afanaban en colaborar a la mayor gloria del anciano dictador, incluso desde aquellas vergonzantes Cortes franquistas llenas de azules falangistas, rojos requetés y caquis militares, otros muchos se enfrentaban a aquel régimen con valor y dignidad. Al frente, en la presidencia de la Conferencia Episcopal Española, un prelado pegado a un cigarro, de mirada socarrona tras unas perpetuas gafas y actitud, en ocasiones, un tanto sobrada. Aquel cardenal era Vicente Enrique y Tarancón, nacido en Burriana, Castellón, en 1907. Contra él iban dirigidas aquellas proclamas tan poco cristianas, pero tan comunes de la época, que gritaban los jóvenes –y los viejos- leones de la ultraderecha: “¡Tarancón, al paredón!”. Época, también, de curas obreros y reivindicativos. En el verano de 1975, por ejemplo, más de 30 sacerdotes estaban encerrados en las cárceles franquistas. Era una guerra que venía desde el Concilio Vaticano II, con un Pablo VI muy poco franquista y una jerarquía católica dividida ante el aggiornamiento–otra palabra hoy olvidada- y una tradición de siglos que algunos consideraban eterna e intocable.
Tarancón se enteraba por la radio de que el Vaticano le había aceptado la dimisión. Un problema: Tarancón no había presentado dimisión alguna.
Bastará una sola batalla de la época, que hoy casi nadie recuerda, para entender cómo marcaron el fin del franquismo aquellos enfrentamientos con la Iglesia. Corría 1974, con ETA ya en el escenario tras el atentado contra Carrero Blanco, y la llamada “cuestión vasca” se hacía presente en todas las discusiones políticas. El obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, escribe una homilía en la cuaresma de ese año, que fue leída en todas las iglesias de la diócesis, en la que afirmaba el derecho de los vascos a su identidad. La homilía fue una bomba en un ambiente de enfrentamiento generalizado con el franquismo que por entonces ya agonizaba. El sucesor de Carrero Blanco, Carlos Arias Navarro, ordenó el arresto domiciliario del obispo y preparó un avión para llevarle al destierro. Añoveros se negó. Intervino a su favor Pablo VI y la Conferencia Episcopal –Tarancón- cerró filas con el obispo, y hasta llegó a amenazar a quienes forzaran el destierro con la pena de excomunión, incluido el caudillo, sin duda el mayor agravio posible para un régimen amamantado en el nacionalcatolicismo. Perdió Franco, cuentan que con lágrimas en los ojos, y ganó la nueva jerarquía eclesiástica que representaba Tarancón. Las cinco últimas penas de muerte del régimen, ejecutadas el 27 de setiembre de 1975, a pesar de las peticiones de clemencia del Papa Pablo VI y de la propia Conferencia Episcopal, elevaron un peldaño más un desencuentro prácticamente definitivo. La muerte del dictador un par de meses después y la esperanzadora homilía en la coronación del Rey –“La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente", dijo en aquella solemne ceremonia- volvieron a poner de actualidad política al cardenal.
Un tipo incómodo este Tarancón. Ya en 1950, cuando era obispo de Solsona, tuvo la ocurrencia de publicar una pastoral, “El pan nuestro de cada día”, claramente en contra de los estraperlistas de la época, entre los que se encontraban no pocos gerifaltes franquistas. Se quejaba también de “que después de la guerra, la guerra sigue”. Se frenó en seco su carrera, tan prometedora después de haber sido el obispo más joven de España. Pero recordemos que los movimientos de los obispos dependían del régimen. Sólo cambió su suerte en 1964, con la apertura que llegó del Concilio Vaticano II y el impulso de Pablo VI. Él mismo lo contó en su libro Confesiones, Editorial PPC, 2005.
Pero no lo tuvo fácil porque la jerarquía de la Iglesia también tenía sus pesos pesados. Muertos o muy ancianos los grandes defensores de la llamada Cruzada franquista, desde el cardenal Gomá a Plá y Deniel, los obispos más carismáticos del franquismo ya herido de muerte fueron el cardenal de Toledo, Marcelo González, monseñor Guerra Campos –el favorito de Blas Piñar, el líder de la ultraderecha- y el arzobispo de Zaragoza Cantero Cuadrado, procurador en Cortes, que fue el encargado de desnudar a la Virgen del Pilar y llevar su imponente manto a la habitación donde dolorosamente agonizaba Franco en el otoño de 1975. Y allí estuvo, junto al brazo incorrupto de santa Teresa. Con aquellos obispos y sus adláteres se las tuvo tiesas. De Guerra Campos, por ejemplo, llegó a decir Tarancón, el 7 de julio de 1975, lo siguiente: “¡El pobre don José Guerra Campos, con toda su inteligencia, parece que a veces no tiene ninguna! Yo pienso que está un poco amargado por los fracasos, porque no siempre le han salido sus cosas, desde que es obispo, como hubiera querido”. Que ya es decir un obispo de otro en público.
“Es obvio que la jerarquía española ha padecido tensiones en los últimos años, que no siempre la línea Tarancón, en franca pérdida en el último lustro, ha prevalecido, y que no todas las veces Tarancón mismo ha sido adalid de modernidad y apertura. Pero su mesura de ánimo, su buen hacer como hombre público, su independencia de criterio, le configuran como uno de los españoles importantes de este siglo, y le proyectan sobre el todavía prudente posicionamiento político de la jerarquía en cuestiones que pudieran ser altamente conflictivas -como las de la enseñanza y el aborto- con el poder del Estado y el Gobierno socialista.
Quizá, por contraste con la figura del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, la opinión pública no dejará de quedar negativamente impresionada por la designación de Ángel Suquía y Goicoechea, arzobispo de Santiago de Compostela desde 1972, para sustituirle en la sede madrileña. Monseñor Suquía, para cuyo nombramiento todo indica que ha sido decisiva la influencia del actual nuncio del Vaticano, representa a los sectores del episcopado más vinculados con el conservadurismo referido a las costumbres, la doctrina y la política que el Opus Dei y el Vaticano están impulsando desde la elección de Juan Pablo II”.
Luchó Tarancón por acabar como pudo con aquellos rescoldos del franquismo incrustados en los altares que impedían el normal desarrollo de una democracia que empezaba a andar. La ultraderecha le persiguió incansablemente, y la prensa que estaba a sus órdenes –o al revés- que nunca se sabe, acumulaba editoriales y artículos contra el cardenal, lo que le situaba al mismo nivel que a Gutiérrez Mellado, el otro gran traidor de aquellos nostálgicos. Pero la propia composición de la cúpula de la Iglesia, así como la enorme influencia del Opus Dei en ciertos sectores, por ejemplo, también añadieron no pocos meandros que sortear a la accidentada navegación. Había, además, una jerarquía muy envejecida, asustada y perpleja ante todas las modernidades, políticas y sociales, de un país que caminaba al galope. Y como recogió un día el periodista Quico Valls en El País de una fuente próxima a la Conferencia Episcopal, “el Espíritu Santo no tiene la obligación de curar la arterioesclerosis”. Pues a pesar de todo, Tarancón supo hacer la transición religiosa que también era vital para enterrar al antiguo régimen. Y conste que a pesar de todos los insultos de la ultraderecha, sus broncas con la izquierda –el aborto, por ejemplo- también fueron notables.
Tampoco los cambios en el Vaticano le ayudaron mucho en sus últimos años. La llegada de Juan Pablo II al papado, en 1978, supuso un cambio radical en sus relaciones con Roma. El pontífice polaco no era Pablo VI y no le gustó nada que España, esa España que junto a su Polonia natal fue símbolo de la cristiandad durante tantos siglos, aprobara en 1978 una Constitución laica. Así que el nuevo Papa Juan Pablo II hace ir al Vaticano a Enrique y Tarancón. Nada contó a la salida de la reunión el presidente de la Conferencia Episcopal, pero quienes le acompañaron en el viaje le vieron correr por los pasillos vaticanos, pálido como un muerto. Y ésa era, como le contó José María Martín Patino, mano derecha del prelado, a Juan Cruz en 2012, la forma en la que Tarancón acostumbraba a reaccionar cuando estaba enfadado. Pero enfadado de verdad. “Este señor no nos entiende”, fue lo único que le oyeron decir de esa reunión con el Papa sus más cercanos colaboradores antes de regresar a España.
Desde entonces, las relaciones con Roma fueron más difíciles, al tiempo que los cardenales esperaban, unos con más impaciencia que otros, a que Tarancón dejara vacante la presidencia de la Conferencia Episcopal. Y el Vaticano también empujaba para trabajar con una Conferencia y unos obispos más afines. El primer paso para que todos supieran por dónde iban los tiros, se produjo en 1983, el año en el que Tarancón, que aún ocupaba el arzobispado de la diócesis de Madrid, cumplía los 75 años. Aunque su jubilación no era obligatoria, y Tarancón no contaba con ella, el Vaticano no esperó mucho para poner punto final a su carrera en activo. Vicente Enrique y Tarancón, el gran cardenal que había presidido la Conferencia Episcopal de 1971 a 1981, se enteraba por la radio de que el Vaticano le había aceptado la dimisión que había presentado al cumplir esa edad. Un problema: Tarancón no había presentado dimisión alguna. Daba igual. Su sustituto, un hombre del gusto de Juan Pablo II: Ángel Suquía.
Se ve que desde aquella homilía del pan, Vicente Enrique y Tarancón nunca había sido un personaje fácil, excesivamente propenso a pisar demasiados callos. Por eso, seguramente, se le perdonaba una cierta sombra de vanidad en el gesto. Porque el trabajo realizado, puño de hierro y guante de seda, no fue poca cosa.
Quizá las memorias de José Luis Martín Patino, el hombre que lo sabe todo, echen más luz sobre aquel personaje de tantas aristas…
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