11 de agosto de 2014
EL PERRO DE DIÓGENES
LA
OPINIÓN DE Ignacio Camacho
EL
PERRO DE DIÓGENES
La
libertad de expresión tiene un lado oscuro que confunde la respetabilidad de
las opiniones con la del derecho a expresarlas
ABC - IGNACIO CAMACHO - DÍA 09/08/2014
AL igual que Alfred Nobel creó sus
premios a la excelencia por el complejo de culpa que le causó el devastador
efecto de sus inventos explosivos, los dueños de Facebook o de Twitter tal vez
deberían plantearse alguna iniciativa filantrópica que compense sus
involuntarias contribuciones a la propagación de la estupidez y del odio. La de
la trivialidad puede perdonarse porque es la base de la sociedad posmoderna,
pero ya está fuera de toda duda que las redes sociales, tan útiles en el tejido
de la sociedad de la comunicación, tienen un lado oscuro en el que aflora lo
más siniestro de la condición humana. No hay debate de cierto relieve, global o
doméstico –planetario o local si prescindimos de los anglicismos–, en que la
democratización de las opiniones no acabe en apología o exhibición de nuestros
peores sentimientos, desde el aplauso impune del crimen a la banalización del
mal pasando por el fanatismo más enconado, la procaz brutalidad de la infamia
o, como estos días a propósito del virus ébola, la exhibición egoísta y
sectaria del miedo. La libertad de expresión tiene un reverso tenebroso que
consiste en confundir la falsa respetabilidad de todas las opiniones con la del
verdadero derecho a expresarlas.
Hay al respecto dos grandes corrientes
de criterios contrapuestos; una benévola sostiene que las redes son neutras e
inocentes, mero vehículo de expresión de una sociedad capaz de lo sublime y de
lo más bajo, y otra más pesimista arguye que el órgano crea la función y que el
acceso a la publicidad fomenta el peor instinto de la especie. Acaso ambas
alcancen su cuota de razón cierta y la realidad más aproximada sea la de un
cuadro desagradable pero veraz, en el que la universalización de los juicios
libres descubre una comunidad tal solvente en lo tecnológico como moralmente
desestructurada, que se exhibe en su mezquina desnudez ética con la desprejuiciada
naturalidad con que los borrachos muestran su verdadera naturaleza. El retrato
colectivo no sale muy favorecido: estadísticamente triunfan la irreflexión, la
calumnia, el resentimiento y la ruindad sobre los valores cívicos. Tampoco es
que resulte una novedad pero ese decepcionante paisaje, antes oculto bajo una
cierta capa de honorabilidad o de respeto, duele más al verlo bajo la luz
pública.
Por no caer en la melancolía
antropológica casi es mejor pensar que acierta la teoría de causa-efecto, y que
la posibilidad de irrumpir en cualquier debate promueve y multiplica el
activismo irresponsable de los más malos o de los más necios. Porque de lo
contrario estaríamos ante la desoladora constatación de una sociedad tan
envilecida como evidencia esa degradante foto moral. Y sería de lamentable
certeza aquella frase, atribuida a Diógenes, de que mientras más conoce uno a
sus semejantes más cariño le toma a su perro. Mala perspectiva sobre todo para
los que no tenemos perro.
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