No era una arenga cualquiera. El 26 de julio el primer ministro húngaro,
Viktor Orbán, habló en un curso de verano en la ciudad rumana de Băile Tușnad para un público plagado de residentes de origen húngaro.
Expuso sus planes para la legislatura que comienza tras su reelección en abril. También recordó a su audiencia que el imperio austrohúngaro había perdido dos tercios de sus súbditos tras la
I Guerra Mundial, pero que él seguía contando con ellos. Bajo su control Hungría recuperaría el esplendor. Y adelantó la receta para lograrlo: la “democracia no liberal” que estaba diseñando.
"El Estado que vamos construyendo en Hungría no es liberal. No niega valores como la libertad, pero no los convierte en un componente central. Como núcleo propongo un elemento particular: el enfoque nacional”, explicó Orbán. En un lenguaje técnico que consideró que casaba bien a un acto académico, el político desgranó que su democracia será “aliberal”, en referencia a un término acuñado en los noventa por el analista estadounidense Fareed Zakaria -que
ha criticado duramente el discurso de Orbán- para diferenciar las meras democracias (lugares en los que se vota libremente) de las democracias con separación de poderes etcétera. Orbán aseguró que él impulsará una basada en el trabajo y los valores comunitarios más que en el Estado de bienestar, porque el modelo liberal se estanca. Para demostrarlo citó a Singapur, China, India, Rusia y Turquía, las “estrellas” de unos nuevos sistemas que no imitan al occidental, pero que tienen éxito.
El discurso de Orbán ha sentado como un tiro entre sus socios de la Unión Europea, el mayor club de democracias liberales del mundo. Su invitación a deshacerse de “los dogmas e ideologías” de Europa occidental no es sencilla de digerir para Bruselas a pesar de los ataques de Budapest sean recurrentes.
Desde 2010 Hungría viene embistiendocontra la que considera deriva individualista de una UE
alejada de sus raíces cristianas. Hace un mes votó contra la elección de Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión, dijo, para evitar que Hungría se convierta en “colonia” de una Unión federalista. Orbán ha comparado a la UE con la URSS, y personalidades europeas como la comisaria de Justicia, Viviane Reding, o el líder de los liberales, Guy Verhofstadt, han sugerido que a Hungría se le aplique la mayor sanción posible a Estados miembros: el artículo 7 del Tratado de Lisboa, que suspende derechos al país infractor.
El Estado que vamos construyendo en Hungría no es liberal. No niega valores como la libertad, pero no los convierte en un componente central
Ahora los Veintiocho temen que, como quien desliza un huevo de serpiente en un gallinero, Hungría esté alimentando la tentación totalitaria en Europa.
Marine Le Pen, abanderada del resurgir nacionalista y vencedora en los comicios europeos en Francia, fue
una de las primeras en loar a Vladímir Putin, líder omnipotente de Rusia. “Es un patriota, está comprometido con la soberanía de su pueblo”, proclamó en la campaña de las europeas. “Lo que queremos es proteger a Francia de la globalización neoliberal”. Para mayor disgusto de la UE, esta pasión por el Kremlin ha calado en formaciones ultraderechistas como la belga Vlaams Belang o la austriaca
FPÖ, orgullosos socios europeos de Moscú. “Ven a Putin como una fuente de inspiración nacionalista y un símbolo antieuropeo. Su visión imperialista le ha dado réditos en apoyo ciudadano, y la extrema derecha sigue su ejemplo”, opina
Marco Incerti, analista del think tank bruselense CEPS.
El Partido Popular Europeo —al que pertenece Orbán— no reprende públicamente al húngaro. “Es un tema interno y no acostumbramos a reaccionar a cada declaración de un primer ministro de nuestro partido”, sostiene la formación conservadora.
El Ejecutivo comunitario saliente —el 1 de noviembre llega el
nuevo Colegio de Comisarios— también combina el silencio con esfuerzos por quitar hierro al tema. “Hungría ha suscrito los
Tratados de la UE, que exigen a los Estados que se acojan a los valores democráticos. No creemos que su discurso en un campamento de verano signifique que Hungría se retracta de ellos”, añade una fuente comunitaria.
Laszlo Majtenyi, abogado con experiencia en la defensa de la libertad de expresión y fundador del
Eötvös Károly, un instituto de análisis político en Hungría, considera que el discurso de Orbán rebasa la declaración de intenciones: “Este país ya ha dejado de ser una democracia liberal aunque tenga las instituciones de una. El proceso se ha completado: todo lo controla el Gobierno”. El partido de Orbán, el Fidesz, ha usado su mayoría de dos tercios del Parlamento para aprobar incluso
una Constitución que en un país laico arranca con un “Dios bendiga a los húngaros”.
Majtenyi recuerda que en su discurso Orbán también atacó a las ONG que operan en el país por ser “activistas políticos pagados” por extranjeros. “Es una agresión muy consciente porque no hay oposición parlamentaria. Sólo la sociedad civil critica el hostigamiento a las minorías gitanas, el aumento de la desigualdad y los recortes en transparencia y libertad de información”.
El canto de Orbán a los méritos de Singapur o Turquía puede leerse como un guiño a los totalitarismos o como un simple recordatorio a la UE de que Hungría tiene una personalidad propia. Los defensores de la primera lectura (entre ellos la oposición política húngara) hablan del eje euroasiático que están vertebrando Pekín y Moscú, y recuerdan que en los últimos años Budapest ha fortalecido lazos comerciales con China, Kazajistán y Azerbaiyán. Por ejemplo, en marzo firmó un controvertido acuerdo de 10.000 millones de euros con Rusia para modernizar la planta nuclear de Paks; y, en otros campos, el pasado lunes Budapest y Pekín comenzaron una ronda de "
consultas estratégicas en materia de Defensa".
La posibilidad de que Orbán no esté tanto haciendo la ola a Putin como anunciando que quiere una Europa más permisiva con sus recetas totalitarias tampoco tranquiliza en Bruselas. Sobre todo ahora que, mientras los Veintiocho insisten en que hay que responder con “más Europa” a las dudas de los ciudadanos, un tercio de los electores piden lo contrario mediante el voto ultranacionalista.
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