10 de mayo de 2012
La trampa de la austeridad
OPINIÓN
En el mismo momento en que se oyó a un miembro del Ejecutivo declarar rotundamente que en España no se crearía un “banco malo” (“El Gobierno no creará un banco bueno, ni malo, ni nada de nada”) y que no habría “ni la más mínima ayuda pública” para que el sistema financiero se desprenda de sus activos tóxicos inmobiliarios, una buena parte de los ciudadanos leyó esas explicaciones como la inminencia de esos bancos malos, con el apoyo del dinero de los contribuyentes y denominados mediante algún eufemismo (“¿vehículos de liquidación a largo plazo?”). Lo mismo que sucedió con el abaratamiento del despido, la subida de impuestos o la amnistía fiscal, tan denostados por el equipo Rajoy antes de llegar a la Moncloa.
Se corre el riesgo de que suceda algo así con el concepto de crecimiento económico que ahora, después de tanto tiempo perdido y de recorrer la política económica en dirección opuesta, comienza a suscitar unanimidades en el seno de la UE como método para salir de una situación semejante a la que Keynes describía del siguiente modo, en 1930: “Un estado crónico de actividad inferior a la normal, durante un periodo de tiempo considerable, sin tendencia marcada ni hacia la recuperación ni hacia el hundimiento completo”. Mientras Europa deglute elecciones tan disímiles como las presidenciales francesas, las legislativas griegas o las locales británicas, y espera la llegada de las holandesas, italianas y, sobre todo, las alemanas en el tercer trimestre del año que viene, se instala —todavía más a nivel retórico que real— la tesis de la “trampa de austeridad”. En su último libro (¡Acabad ya con esta crisis!, editorial Crítica), Krugman describe cómo “demasiada gente seria” (políticos, funcionarios de primer orden, economistas y publicistas que definen el saber convencional) ha optado en nuestro continente por prejuicios ideológica y políticamente convenientes para sus intereses, no ha utilizado el conocimiento acumulado que se tiene, las lecciones de la historia y las conclusiones de varias generaciones de grandes analistas económicos, y nos han metido a todos en el camino equivocado, a costa de enormes sufrimientos para nuestras economías y nuestras sociedades.
En el último informe sobre el mercado laboral mundial, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), demasiado desapercibido, se habla mucho de la “trampa de austeridad”. Según el organismo multilateral con sede en Ginebra, hay en el planeta 50 millones más de parados que cuando se inició la crisis, de los cuales la mayor parte de ellos se concentra en Europa (y dentro de ésta, en España). Según la OIT, las condiciones actuales no permiten observar que la economía vaya a crecer en los dos próximos años al ritmo necesario para cubrir los puestos de trabajo perdidos y ofrecer empleo a los 80 millones de personas que habrán entrado en el mercado de trabajo en este lapso de tiempo. Además, incluso donde el empleo está volviendo a aumentar (sobre todo Asia y América Latina), los trabajos son generalmente temporales o a tiempo parcial.
Por ello resulta imprescindible que ese equilibrio entre austeridad (que comprende una relajación en los plazos de reducción de los déficits y la deuda pública) y crecimiento (con planes de inversión público-privados en infraestructuras, I+D y energía verde susceptibles de ser intensivos en mano de obra) del que tanto se habla ahora, no se quede en los eufemismos tan familiares a los usados una y otra vez por el Gobierno español en los últimos tres meses. El crecimiento económico sin que cueste dinero no existe.
La generación de empleo es la condición necesaria para recuperar a la población de esa creciente desafección sobre la capacidad de la democracia para resolver sus problemas, que da presencia a los populismos.
El cuadro macroeconómico del Gobierno de Rajoy para este año (630.000 parados más a finales del ejercicio) y el Programa de Estabilidad 2012-2015 presentado en Bruselas, que describe una tasa de paro al final del periodo del 22,3% de la población activa, con sucesivas pérdidas del poder adquisitivo de la población, no van en el sentido citado, por mucho déficit cero que se obtenga en las cuentas públicas. Este es el dilema central de la política económica actual y la dificultad máxima para crear más y mejor Europa.
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