18 de mayo de 2012
Amanecer de los extremistas
LA CUARTA PÁGINA
Soy, supongamos, un ideólogo de la extrema derecha. No un lobo solitario, como aquel noruego asesino, sino alguien con el objetivo de generar un movimiento de masas capaz de cambiar radicalmente el panorama político y económico europeo. Veo cómo se desmorona el viejo continente y me convenzo de que mi momento se aproxima, de que la historia me acompaña, de que el mañana me pertenece. La gente vive en la incertidumbre y la indignidad, se siente humillada ante la incapacidad de conseguir trabajo o, si aún lo tiene, de perderlo. Busca a quien culpar de sus penas y, más allá de su justa rabia, quiere soluciones; quiere claridad y yo la tengo.
Sé quiénes son los culpables: las élites políticas y financieras, los inmigrantes que nos chupan la sangre y contaminan nuestras culturas. Y sé también cual es la solución: salir de la Unión Europea, abandonar el euro, expulsar a los extranjeros, recuperar el orgullo y montar, todos juntos y sin lugar para las desviaciones, un proyecto auténticamente nacional.
Pero hay un problema. Aunque no pongo límites a mis ideas poseo la humildad y la inteligencia de reconocer que tengo mis limitaciones personales, de entender que yo no soy el indicado para comunicar el mensaje al pueblo. Soy bajito, tengo un bigote finito y pequeño, pelo lacio y grasiento. Me visto mal. Y aunque sé que estas carencias no obstruyeron el camino triunfal del líder más rompedor del siglo XX, mi debilidad es que no soy un personaje carismático, no tengo el don de encandilar al público con mis palabras, de empatizar con su dolor. Soy, por naturaleza, un pensador, un guía, un asesor. Lo que necesito y lo que estoy buscando, con incansable energía e ilusión, es un líder, un populista capaz de movilizar a las masas, de transmitir mis verdades a la multitud a través no del razonamiento sino del corazón. Dame ese líder y muevo al mundo.
Así piensa, así conspira, nuestro neonazi imaginario. Pero ¿quién va a decir con seguridad que no existe semejante personaje en el mundo real, en un fétido rincón de alguna ciudad europea, o que su mensaje no encuentre eco en un sector importante de la población? Ya estamos viendo la creciente radicalización de Europa en estos tiempos de cólera. En Grecia, que casi ha tocado fondo pero no deja de ofrecer una visión plausible de lo que podrían esperar otros países europeos, el partido político Amanecer Dorado cosechó el 7% por ciento del voto en las elecciones generales de principios de mes —30 veces más que en las elecciones de 2009—. Sus correligionarios, que se visten de negro y exhiben una insignia no muy distinta a la esvástica nazi, hablan de “sangre y honor”, de venganza contra “los traidores de la patria”, de rebelión contra “la esclavitud” impuesta por los “usureros” de la Unión Europea y del FMI. “Grecia,” claman sus dirigentes, “solo es el comienzo.”
Lo cierto es que a los de Amanecer Dorado no les faltan camaradas en el resto del continente. El Frente Nacional de Marine le Pen consiguió el doble de votos que en 2007 en la primera vuelta de las elecciones francesas a finales de abril. Sigue lejos del poder pero ha empujado a la derecha el debate nacional sobre la inmigración y ha conducido a los partidos dominantes hacia un discurso más nacionalista y anti europeo. En Holanda el Gobierno de coalición cayó el mes pasado debido a la deserción del Partido de la Libertad del antieuro, anti-islam Geert Wilders. En Austria el partido de extrema derecha está igualado en las encuestas con el del Gobierno conservador. En Finlandia los Finlandeses Verdaderos cuentan con el apoyo de más del 20% de la población.
Lo que los une a todos es un populismo que parte de la hostilidad contra la inmigración, especialmente la inmigración musulmana, pero que incrementa el número de sus adeptos al expandir su mensaje a los temas más apremiantes del día. El problema ya no es solo el Islam, declaran, sino también Bruselas o los grandes bancos o los gobiernos de sus propios países. Las críticas demagogas a las clases políticas establecidas no caen en saco roto.
También es verdad que ninguno de los partidos de la extrema derecha (con la posible excepción de la austriaca) tiene la fuerza suficiente para llegar al poder a través de las elecciones. Pero hay dos posibles factores que podrían ayudarles a ir mucho más lejos. Uno, es que la situación económica, que hoy es mala, se vuelva desastrosa. Que los tecnócratas que hoy pululan en los gobiernos europeos sigan sin dar con la fórmula mágica que combine el crecimiento con la austeridad, la generación de trabajo con la reducción de déficits, que el remedio resulte ser peor que la enfermedad, que las economías se hundan, que el desempleo llegue a extremos catastróficos, que la gente pierda sus ahorros, sus pensiones, sus casas, que el panorama se presente absolutamente desolador.
Excepto quizás en Austria, ninguno de estos grupos tiene la fuerza suficiente para llegar al poder a través de las elecciones
El segundo factor es que aparezca un líder extremista capaz de apelar a la desesperación de la gente y venderles un paquete de ideas simplistas que dan la impresión de ofrecer una salida al desastre. Un ejemplo del poder de persuasión que puede tener, en otro contexto, la fuerza de la personalidad se vio este mes en las elecciones regionales británicas. En prácticamente todo el país los laboristas arrasaron contra los conservadores en lo que fue interpretado como un voto de rechazo a la ortodoxia económica del Gobierno “Tory” de David Cameron. La excepción fue la alcaldía de Londres, donde ganó el conservador Boris Johnson. Londres es, en la mejor de las circunstancias, una ciudad de tendencia centroizquierdista, donde en las elecciones generales pasadas los laboristas conquistaron 44 escaños parlamentarios, los conservadores, 28. Pero “el efecto Boris”, como lo llama la prensa inglesa, hizo que el 20% de votantes tradicionales laboristas —cientos de miles de personas— optaran por él.
¿Cual es su secreto? Johnson no es un extremista pero sí es un personaje. Más allá de sus ideas políticas (en contra de subir impuestos, como buen conservador, pero muy a favor de la inmigración), llama la atención por su optimismo, su sentido del humor, su erudición, su irreverencia, y porque no le da miedo expresar sus opiniones y enfrentarse a su propio partido, y porque no se atiene al mensaje tibio, cobarde, desgastado, mecanizado, marketeado de la vasta mayoría de los políticos que ocupan el poder en Europa hoy en día. No es ni Cameron ni Merkel ni Zapatero ni Rajoy ni Mario Monti (el primer ministro de Italia, para los que no lo recordaban). Es “Boris”: más que un político, una figura; una celebridad.
Repetimos: el alcalde Johnson, de orígenes turcos y casado con una mujer que mitad india, no es —ni remotamente— ni Hitler ni Mussolini. Pero su extraordinario éxito político sí sirve para demostrar que el día en el que se fusionen las ideas —o delirios— de la extrema derecha con un líder que cautiva a las masas será el día en que los radicales empezarán a oler el poder. Especialmente si la crisis va a más y el grueso de la población llega a creer que, en manos de los partidos de siempre, no tiene fin. Entonces estar indignado, estar en contra, no será suficiente; la gente buscará estar a favor de algo, querrá un plan. Cualquier plan con tal de que les ofrezca claridad, convicción, identidad, dignidad y la droga que más anhelan, la que Hitler ofreció en siniestra abundancia al pueblo alemán durante la devastadora crisis económica de los años treinta, la esperanza.
Como escribió George Orwell, “en tiempos de incertidumbre la gente está dispuesta a creer en los más tremendos disparates”. Orwell tiene razón. La historia lo demuestra. Pero tan importante como el mensaje, o más, es quien lo transmite.. La credibilidad y el calado del disparate dependerán del carisma del mensajero, de su poder de persuasión.
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