A dos manzanas de la Casa Blanca, en la calle K, donde se encuentran algunos de los grupos de presión política más poderosos del mundo, se alza discreta una pequeña capilla, oculta tras una librería en penumbra y con olor a santidad. Ocupa una parte central, a la derecha del altar, una estatua de bronce de un santo español, Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, “enumerado entre los santos del cielo por el papa Juan Pablo II”, según reza en una placa. A estos bancos han venido y vienen a rezar políticos norteamericanos de todo signo, hombres y mujeres que detentan un gran poder en Washington y que, además, se adhieren a las interpretaciones más conservadoras de la doctrina católica.
Entre ellos hay uno que aspira ahora a llegar a lo más alto, al mismo Despacho Oval desde el que se controlan los designios de la nación. Rick Santorum fue congresista por Pensilvania entre 1991 y 2007. Los primeros cuatro años en Washington los pasó en la Cámara de Representantes. Luego consiguió un escaño en el Senado. “En la Cámara hay elecciones cada dos años, siempre estás en modo político”, dijo Santorum en una entrevista de radio en 2004. “En el Senado tienes seis años de legislatura, algo que te da la oportunidad de respirar, de preguntarte por qué estás allí”.
En el año 312, durante la batalla del Puente Milvio, el emperador Constantino dijo ver una cruz en el cielo, con un mensaje: “Por este signo, conquistarás”. Fue el inicio de su conversión al cristianismo, que culminó en su lecho de muerte. Santorum no quiere esperar tanto. En el Senado se dio cuenta de que se hallaba también en una guerra, de tipo cultural, donde la santidad de la vida se hallaba en peligro, acosada por el aborto, el matrimonio gay, la pornografía y los anticonceptivos. “Me inmiscuí de un modo mucho mayor en mi fe, y en lo que Dios quería que hiciera aquí”, dijo en aquella entrevista de 2004.
En EE UU un 40 % de los católicos están a favor del aborto y un 54 % de las relaciones homosexuales y un 67 % del divorcio, según un sondeo de Gallup
Entonces, Santorum aún era senador. Se reunía a mediodía de los martes, miércoles y, ocasionalmente, los viernes, a rezar media hora con otros senadores en la capilla del Capitolio. Y venía también a orar a esta capilla de la calle K, dentro de lo que se conoce como el Centro de Información Católica, cuya administración le ha encomendado tradicionalmente la archidiócesis de Washington a curas del Opus Dei. Uno de ellos, que dirigió este centro entre 1998 y 2002, fue una de las mayores influencias en la resurrección de Santorum a la fe.
Se trata del padre C. John McCloskey, uno de los mayores apóstoles del catolicismo aquí en Washington. Se le atribuye un papel primordial en la conversión a la fe de Roma de grandes prohombres de la política norteamericana, desde el expresidente de la Cámara de Representantes y candidato presidencial Newt Gingrich hasta el senador por Kansas Sam Brownback, a quien él mismo bautizó. Tal es su importancia dentro de la Obra, que en 2002 acudió a Roma a la canonización de su fundador, Josemaría Escrivá. Le acompañó allí un senador norteamericano: Rick Santorum.
Santorum tuvo un hijo que murió a las dos horas. Ese día lo llevó a su casa y durmió con él en la misma cama
En aquel viaje, Santorum se definió en un discurso como un admirador de Escrivá y de su máxima de llevar la santidad a todas las esferas de la vida, especialmente la del trabajo. “Santificar el propio trabajo no es una quimera, sino misión de todo cristiano”. En esa máxima escrita por el fundador del Opus Dei encontró Santorum una guía personal y la base de un programa político. “Sin un sistema de creencias compartidas, mantenido y respetado, la cultura se desintegra en un caos moral”, dijo el senador en aquel discurso en Roma.
En Washington circula desde hace años una máxima de las que hay que leer en al menos dos ocasiones. “George W. Bush fue el primer presidente católico de la nación”, se dice. Hace referencia al hecho de que el expresidente era un devoto protestante evangélico, pero compartía en lo esencial las creencias del catolicismo más conservador, sobre todo en materia de aborto y matrimonio tradicional. Esa frase, además, obvia que John F. Kennedy fue en realidad el primer presidente católico de la nación, elegido en 1960. Esa frase la acuñó Santorum en su viaje a Roma.
“No soy miembro del Opus Dei y si lo fuera tendría la libertad para participar en política” afirma el canditato
“Desde los asuntos económicos, en los que se centra en los pobres y en la justicia social, hasta asuntos como el de la vida humana, George Bush nos apoya”, dijo al diario National Catholic Reporter. Y abjuró públicamente de Kennedy. Cuando este fue elegido, la idea de un católico en la Casa Blanca, por su supuesto sometimiento al dictado del Papa de Roma, atemorizaba tanto a una buena parte de la nación como lo hace ahora la idea de un mormón. Por eso, Kennedy se vio obligado a pronunciar un célebre discurso en el que dijo: “Creo en una América en la que la separación entre Iglesia y Estado es absoluta”. Santorum ve en esa afirmación la obra del diablo. Ya en 2002, durante su viaje con el Opus, declaró que Kennedy le había causado “mucho daño a América”. Recientemente, en la campaña electoral de este año, desempolvó aquella indignación: “El discurso de Kennedy me da ganas de vomitar”, afirmó en febrero.
Sin embargo, la mayoría de los 77 millones de católicos de EE UU están con Kennedy, y no con la contrarreforma de Santorum. Las encuestas a pie de urna hablan por sí mismas. Los votantes católicos, en la inmensa mayoría de las pasadas primarias, han votado ineludiblemente por el candidato Mitt Romney, que es mormón, y no por Santorum. Según un sondeo de Gallup de 2009, los católicos de América están a favor del aborto en un 40%, de las relaciones homosexuales en un 54%, de la investigación con células madre en un 63%, del sexo premarital en un 67% y del divorcio en un 71%.
Esas cifras evidencian, para Santorum, el desolador panorama de devastación moral que vive EE UU. La misión del Opus en Washington, de la mano de guías espirituales como el padre C. John McCloskey, aspira a erradicar esa decadencia. Ese cura llegó a decir en 2003, en una entrevista con el diario The Boston Globe, que si por él fuera, esos porcentajes de católicos que apostatan en asuntos sociales podían abandonar la Iglesia de Roma. “Hay un nombre para los católicos que disienten de las enseñanzas de la Iglesia”, dijo. “Se llaman protestantes”.
Iglesias protestantes en Washington hay muchas. Pero el gran centro de poder católico se alza más alto que ninguno, al menos en el plano físico. La basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en la Universidad Católica de América, ostenta el honor de ser el edificio más alto de la ciudad, por encima del Capitolio y la catedral Nacional, afiliada a la fe protestante episcopal.
Pero el lugar donde acude a misa Santorum, junto a otros líderes empresariales y políticos, no está en esa imponente basílica neobizantina, consagrada a la Inmaculada, la patrona de EE UU. Se trata de una pequeña iglesia mucho más modesta, a 30 kilómetros de la capital, en Virginia, dedicada a una mística dominica del siglo XIV.
Aquí, en el templo de Santa Catalina de Siena, la misa solemne de los domingos a mediodía es oficiada según las indicaciones del viejo rito tridentino, recuperado formalmente por el papa Benedicto XVI en 2007: en latín, y con el cura dándole la espalda a la congregación. Es la modalidad preferida por los grupos católicos tradicionalistas y supone un rechazo, en la forma, a las aperturas del Concilio Vaticano II, a las que ellos responsabilizan de la deriva moral de las masas católicas.
Los miércoles y los primeros viernes de cada mes se celebra aquí la adoración eucarística. En ella, los fieles —también los Santorum, cuando la agenda de campaña se lo permite— se turnan para rezarle durante 24 horas seguidas a la hostia que representa el cuerpo de Cristo, expuesta en una custodia. La iglesia no la gestiona el Opus Dei, pero este emplea el edificio para retiros espirituales de mujeres, según fuentes de la Obra.
La idea de que un católico ocupara la Casa Blanca atemorizó tanto a la nación como ahora la de un mormón
Fue aquí, en estos bancos, donde Santorum redescubrió su fe a partir de 1996. Vino a misa a diario con su familia. Rezó por encontrar un camino. Y se convirtió en uno de los senadores más ardientemente conservadores que ha visto el Capitolio. “Me encontré a mí mismo respondiendo a la llamada de la fe. Ese fue mi punto de partida”, aseguró Santorum en su entrevista radiofónica de 2004, que le efectuó el propio padre McCloskey en el programa La llamada de Dios en tu vida. “Como dijo san Josemaría, no se puede separar la vida privada de la vida pública”, añadió.
Santorum había sido siempre contrario al aborto, pero no había sido un cruzado de la causa. En 1996, el año de su gran confirmación, tuvo un hijo, Gabriel, que murió a las dos horas de haber nacido por un defecto congénito. Santorum y su esposa, Karen, se negaron a dejar el cadáver en la morgue del hospital. Esa noche durmieron ambos con él en la cama. Luego lo llevaron a casa. Los demás hijos lo abrazaron brevemente. “Este es mi hermanito pequeño, Gabriel. Es un ángel”, dijo de él Elizabeth, la hija mayor.
El antiabortismo de Santorum se convirtió en tan intenso, sus arengas políticas tan doctrinales, que el candidato, más que perder las elecciones, se inmoló al presentarse a una tercera legislatura en 2006, el año en el que el Partido Demócrata se hizo con el control de las dos Cámaras del Capitolio. Santorum perdió por 18 puntos, el mayor margen para un senador en activo desde 1980.
En la campaña, a pesar de hallarse frente a una opinión pública cada vez más decepcionada por George W. Bush, había dicho: “Creo que ha sido un fantástico presidente, de forma totalmente absoluta”. Esa afirmación, cuando la popularidad de Bush se hundía, lastrada por la guerra de Irak y las torturas a detenidos en la llamada guerra contra el terrorismo, da una muestra de hasta dónde es capaz de llevar sus lealtades Santorum.
La simpatía que le profesa al Opus Dei se refleja en todas las instancias de su vida. Aunque el candidato dice orgulloso en la campaña electoral que no escolariza a sus hijos y que los ha educado en el hogar, esa afirmación no es del todo cierta. Dos de sus hijos han acudido a la escuela secundaria para varones The Heights, en Maryland. No la dirige el Opus Dei, pero más de diez profesores en ella están afiliados a la Obra, y esta “es responsable de la orientación cristiana y la formación espiritual de los alumnos”, según fuentes de su personal. La única educación sexual que se ofrece es la de la abstinencia. La misa es diaria.
Con escuelas como esa, centros de rezo y capillas, el Opus Dei, fundado en España en 1928, ha ido ampliando decididamente su esfera de influencia en Norteamérica. De sus 90.000 miembros, 3.000 viven en EE UU. Son pocos, pero detentan un poder notable. El Papa les cedió el control de la mayor diócesis del país, al nombrar en 2010 a un sacerdote de la Obra, el padre José Gómez, arzobispo de Los Ángeles. Operan también una universidad para mujeres en Chicago y cinco escuelas secundarias.
De los miembros de la Obra, un 2% son sacerdotes. Una cantidad mayor, un tercio, son numerarios, célibes de por vida que se someten a actos frecuentes de mortificación de la carne, como el uso del cilicio o la flagelación con disciplinas de algodón trenzado. Esos hábitos son los que le han granjeado los recelos de una buena parte de la sociedad norteamericana. Sobre todo por el libro de Dan Brown El código Da Vinci, en el que un monje albino adscrito a la Obra se tortura con métodos sangrientos. La novela es en realidad una caricatura del Opus.
“Ha habido muchas equivocaciones sobre qué es el Opus Dei y cuáles son sus creencias y prácticas”, asegura el portavoz de la Obra en EE UU, Brian Finnerty. “Como Santorum ha dicho repetidas veces, no es miembro del Opus Dei; si lo fuera, tendría la misma legitimidad y la misma libertad que cualquier otro ciudadano para participar en la vida pública”.
Es cierto, pero Santorum no tiene por qué ser numerario para vivir en consonancia con los ideales de la Obra. Fue su llegada al Senado, y su amistad con un cura adscrito al Opus Dei, el padre McCloskey, lo que se convirtió en su cruz de Constantino, la señal que le hizo dejar de entender la política como un fin para emplearla como método de predicación. En el camino perdió un escaño y encontró una vía para liderar en las elecciones a una parte de su partido, la más conservadora. Y, según dicen sus detractores, acabó por ser más papista que el propio san Josemaría.
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