A los 17 años, antes de empezar siquiera el bachillerato, Scherezade Peñil dejó los estudios y empezó a trabajar. Fueron una serie de circunstancias personales las que le empujaron en esa dirección. “Tenía que ganarme la vida”, cuenta por teléfono. Fueron pasando los años y Scherezade encadenó todo tipo de empleos: en hostelería, en tiendas de ropa, como azafata de congresos… “Cosas que no tenían ningún futuro y, como asomaba ya la crisis, pensé que lo mejor era prepararme”. Así es como decidió, con 29 años, estudiar para las pruebas de acceso a la Universidad para mayores de 25 y empezar una carrera. Ahora, a punto de cumplir 32, está en segundo curso de Estudios Hispánicos en la
Universidad Autónoma de Madrid, encantada con su decisión, aunque no siempre es fácil, pues lo de ganarse la vida es una necesidad que no desaparece.
Scherezade es una de esas personas que cada vez más están cambiando el paisaje universitario español. En el curso 2000 -2001, el 9,5% de los estudiantes universitarios de licenciaturas y diplomaturas tenía más de 30 años; 10 años después, el porcentaje es del 18,5%, casi el doble, según el último
Datos y Cifras de la enseñanza universitaria del Ministerio de Educación. Y no se trata solo de que los alumnos alarguen tanto la consecución de sus estudios, sino de un número creciente de “estudiantes maduros”, como les llama la investigadora valenciana Inés Soler en el reciente trabajo
¿Universidad sin clases? Condiciones de vida de los estudiantes universitarios en España. Estos estudiantes han retomado los libros tras una etapa alejados de ellos, proceden en mayor medida de un entorno familiar con menor nivel educativo y suelen compaginar estudios y trabajo.
“Entre los hijos de padres con niveles educativos universitarios, el 70,4% tiene menos de 24 años. En el otro extremo, el de los hijos de padres que no han continuado tras la educación obligatoria, el 45,8% tiene más de 25”, continúa el estudio. “Es posible que muchos de los estudiantes procedentes de entornos sociales desfavorecidos hayan accedido a la Universidad más tarde que el resto, cuando ya eran personas independientes económicamente de sus padres. Una transición retrasada de este colectivo explicaría la diferencia de edad. Otro posible motivo es que los estudiantes de origen humilde se hayan visto obligados a trabajar en mayor medida que el resto, dedicándose con menor intensidad al estudio y alargando así los años de carrera universitaria”.
El 56% de los universitarios de más edad está en campus presenciales
Para ilustrar este último camino puede servir la historia de Alejandro Anuar, de 30 años. De origen sirio, criado en Madrid pero vecino de Valencia desde hace 15 años, lleva trabajando desde los 16. “En mi casa era al revés que en las demás: si no aprobaba, no me dejaban trabajar en verano”. Estudió un ciclo de FP de grado medio, luego otro de grado superior y, en 2006, empezó en la
Politécnica de Valencia la Ingeniería Técnica Industrial que ahora está a punto de terminar. Y siempre trabajando: en hostelería, como técnico de mantenimiento y, ahora, con su propia empresa de organización de eventos.
Así, estos estudiantes maduros son los que aportan mayor diversidad socioeconómica en unos campus que aún tienen camino por recorrer hacia la tan buscada equidad. Si bien la igualdad en el acceso ha mejorado enormemente en los últimos 30 años, lo cierto es que los hijos de las personas con menor formación aún están infrarrepresentados en los campus españoles: son algo más de la mitad de la población española, pero solo el 35% de los universitarios.
Muchos estudiantes mayores de 30 años, más de 70.000, eligen la opción de estudiar a distancia, sobre todo en la
UNED, pero muchos otros, casi 93.000, están en las universidades presenciales, bien porque no encuentran a distancia las opciones o las carreras que buscan (este tipo de enseñanza requiere una disciplina especial), o simplemente porque quieren experimentar la vida de los campus.
Las facultades están muy enfocadas al joven recién salido del instituto
Pero estos campus, a pesar de algunos esfuerzos de adaptación al nuevo paisaje y a la nueva máxima de Universidad para toda la vida, siguen estructurados para atender sobre todo a un alumnado más joven, que llega del instituto. Para ellos, aunque con niveles de entusiasmo y dedicación diferentes, la tarea principal es la de ser estudiantes. Así lo explica el catedrático de Sociología de la
Universidad de Valencia Antonio Ariño, que firma el análisis que acompaña a este texto. Ariño ha dirigido junto a Ramón Llopis el trabajo sobre las condiciones de vida de los estudiantes citado más arriba, como parte del proyecto
Eurostudent, que tiene como objetivo recopilar todo tipo de información sobre los universitarios europeos.
La estudiante Scherezade Peñil conoce las opciones que dan las universidades para matricularse a tiempo parcial, destinadas a alumnos que estudian y trabajan a la vez, pero no le sirven, asegura. “No me interesa, no me merece la pena estar ocho años haciendo la carrera”. Cuenta que prefiere tener trabajos a media jornada, aunque gane poco, y compaginarlos lo mejor que pueda con la carrera. Ahora está cobrando el desempleo, pero antes, cuando ha estado trabajando, se ha ido apañando con cada profesor. “Depende de cada uno, los hay que son muy estrictos con la asistencia, dicen que las normas son así y que no hay excepciones; otros, sin embargo, son más flexibles”, cuenta. En general, la recién estrenada reforma universitaria para adaptar los estudios a Europa (el
plan Bolonia) impone una mayor presencia en las aulas.
Además, el número de plazas en primer curso a las que se puede acceder por la vía de los exámenes de acceso para mayores de 25 y 45 años a veces se queda corta. Por ejemplo, Scherezade cuenta que su idea en principio era cursar Estudios de Asia y África, pero no lo consiguió: solo había una plaza en esa carrera por la que tenían que competir los alumnos del examen para mayores de 25. En la última década, el número de alumnos que llega a los campus por estas vías se ha cuadruplicado: ha pasado de 8.596 en 2001 a 25.973 en 2011, según los datos del
Instituto Nacional de Estadística (INE).
El acceso para estudiantes
mayores de 25 años se ha
cuadriplicado desde 2001
Los especialistas explican que es muy difícil aventurar cómo está impactando ahora mismo la crisis económica en ese nuevo paisaje universitario, pero creen que puede crecer ese perfil de estudiantes de más de 30 que sienten la necesidad de reciclarse. Y para ese colectivo será fundamental mantener e, incluso, reforzar y flexibilizar la política de becas y ayudas, dice María José Romero, vicepresidenta del Consejo de Estudiantes Universitario del Estado.
Una de las principales críticas que han hecho los estudiantes al reciente
anuncio del ministro de Educación, José Ignacio Wert, sobre becas —quiere endurecer los criterios académicos para obtener y mantener una beca universitaria— es que los más perjudicados serán los alumnos que estudian y trabajan a la vez. Más aún, cuando la cuantía de las becas en muchas ocasiones no llega a cubrir realmente las necesidades, con lo cual los beneficiarios se ven abocados a tener que trabajar igualmente.
Ángel Martínez Sánchez, de 45 años, no trabaja —tuvo que dejarlo hace cinco años por una enfermedad que le afecta a la rodilla—, pero es gracias a las becas como puede estudiar Traducción e Interpretación en la Universidad de Salamanca, pues su pensión de algo más de 900 euros le llega a duras penas a él, a su pareja y a sus dos hijos. Su familia vive en Valladolid y él tiene alquilada una habitación en Salamanca, donde pasa de lunes a viernes.
“Las oportunidades ahora son peores”, dice un informático
de vuelta a las aulas
Martínez estudió FP de electricidad en la adolescencia y, desde los 18 años, trabajó de electricista, de instalador de suelos, de fontanero, en el campo... Pero siempre le gustó estudiar inglés, y se le da bien, asegura. Así que cuando dejó de trabajar, decidió prepararse las pruebas para mayores de 25. Ahora, a punto de terminar la carrera, su objetivo, su ilusión, es trabajar como intérprete para Naciones Unidas. “Lo voy a intentar”, cuenta por teléfono.
Los perfiles universitarios se multiplican según los alumnos van teniendo más años. A partir de los 40 o 45 (ahora hay pruebas de acceso específicas para estas edades) hay muchas personas que vuelven a la Universidad sin expectativas profesionales, para sacarse la espinita clavada de no haberlo hecho cuando eran jóvenes, cuenta Margarita Barañano, exvicerrectora de Estudiantes de la Complutense de Madrid.
“Toda esa diversidad es una riqueza que hay que cuidar como un beneficio y no como un coste”, dice Barañano, que habla de un “proceso de segundas oportunidades” que debe ofrecer la Universidad y que es precisamente el camino al que apuntan las universidades europeas. “Creo que la adaptación, básicamente, se ha hecho con modelos semipresenciales, a distancia...”, asegura. Pero admite que quizá se ha hecho más con los másteres, en los que casi uno de cada tres alumnos tiene más de 30 años, y un 9,2% tiene más de 40.
Casi uno de cada tres alumnos de máster tiene más de 30 años
David Sánchez, de 28 años, cuenta que ha elegido una universidad privada —la Pontificia de Salamanca, que le cuesta 5.000 euros— para encontrar una opción semipresencial —acude a clase los fines de semana— que le permita terminar Ingeniería Informática. Sánchez estudió una FP superior de Desarrollo de Aplicaciones Informáticas y, cuando terminó, se matriculó en la Ingeniería Técnica Informática (las antiguas carreras cortas de tres años). A mitad de los estudios, los interrumpió para aprovechar una beca de un año en Bruselas, pero al volver tenía claro que debía terminar la titulación antes de buscar en el mercado laboral. Ahora “que las oportunidades de trabajo de informático no son tan buenas, y las condiciones que ofrecen son peores”, ha decidido cursar el año que le falta para conseguir el título de grado (las nuevas licenciaturas adaptadas al plan Bolonia). Eso sí, en el modelo semipresencial que le ofrece una privada.