22 de abril de 2017
Isabel II, la Reina de 91 años que sigue montando a caballo
La monarca que más tiempo lleva en el trono celebró ayer su aniversario en la intimidad en Windsor
La niña Elizabeth Alexandra Mary comenzó a recibir clases de equitación a los 3 años. Al año siguiente, su padre, el futuro Rey Jorge VI, el monarca tartamudo, le regaló su primer pony. Lo que nadie esperaba entonces es que ya nonagenaria seguiría saliendo a montar. El pasado 6 de marzo, Palacio facilitó una fotografía de la Reina a lomos de un pony negro por las umbrías orillas del Támesis, cerca del castillo de Windsor, su residencia predilecta. Vestía su eterna pañoleta floral y una amplia gabardina, un look que la diseñadora Stella McCartney ha homenajeado en su última propuesta para las pasarelas. Y es que la Reina que más tiempo lleva en el trono en todo el mundo se ha tornado un personaje cool, con enorme popularidad en el Reino Unido. El 71% de los británicos prefieren la monarquía frente a la república, que solo cuenta con un 18% de apoyo.
Isabel II ha dejado atrás su susto de salud de comienzos de año, un fuerte resfriado que la mantuvo más de 20 días alejada del ojo público y la obligó a renunciar por vez primera a los servicios navideños de la iglesia de Sandringham. Ayer cumplió 91 años en plena forma para su edad. Celebró la efeméride en privado en Windsor junto a su familia. Todo ha sido mucho más discreto que el año pasado, cuando hubo desfiles y se encendieron antorchas conmemorativas por todo el país.
El Rey Jorge II, nacido en noviembre, reparó en que año tras año las inclemencias del tiempo le amargaban los fastos por su cumpleaños, así que en 1748 tuvo la idea de crear un aniversario oficial en verano. Isabel II sigue fiel a esa tradición. Conmemora su nacimiento dos veces, ahora y en el primer sábado de mediados de junio, cuando se organiza en su honor un picnic para diez mil personas en The Mall, la avenida que lleva a Buckingham (el año pasado el tiempo tampoco colaboró y los comensales y sus viandas se calaron bajo una lluvia deprimente).
La soberana vino al mundo el 21 de abril de 1926 en una vivienda de Bruton Street, propiedad de los padres de su madre y sita en el elegante barrio de Mayfair, no lejos de Buckingham. Sus progenitores eran los Duques de York. La corona no parecía figurar en el horizonte de aquella niña. Pero el empecinamiento de su tío, el simpatizante nazi Eduardo VIII, con la socialité estadounidense Wallis Simpson, doblemente divorciada, acabó en abdicación y cambió el destino de Isabel.
Desde muy joven, la hoy Reina ha visto esa llamada del deber como un hecho de connotaciones cuasi religiosas. «Mi vida entera, sea larga o corta, estará consagrada a vuestro servicio», proclamó con solemnidad a los 22 años, cinco antes de ser coronada. Ha cumplido su palabra, porque su reinado se ha distinguido por un sentido de Estado absoluto, amén de por la discreción y el respeto a las tradiciones. Su éxito tiene un secreto sencillo: habla poco –jamás para la prensa- y evita las ocasiones propicias al error.
Pese a su hermetismo, se sabe que hace gala de un agudo sentido del humor. Durante su gripazo navideño se levantó insomne a deambular por Buckingham, porque no podía respirar acostada. Un guardia le dio el alto y tras ver que era ella le dijo que había estado a punto de disparar. «La próxima vez le avisaré antes para que no me mate», respondió socarrona la Reina al soldado.
Aunque sigue manteniendo una agenda pública muy superior a la del heredero Carlos y los Príncipes William y Harry, Isabel II ha ido adaptando suavemente su actividad a las limitaciones de su edad. A finales del pasado año renunció al patronato de 26 organizaciones, entre ellas el club de tenis de Wimbledon. Pero aun así continúa recorriendo Inglaterra, con un mimo especial para ese otro país un poco olvidado a espaldas del brillo de Londres.
La semana pasada acudió a la catedral de Leicester a una ceremonia que pierde sus orígenes en el siglo XIII. En ese templo está enterrado el último monarca Plantagenet, el malvado shakesperiano Ricardo III, cuyos restos contrahechos fueron hallados de manera novelesca en la excavación de un parking. La Reina, que siempre luce moda británica, se presentó con uno de sus vestidos de colores vivos obra de Angela Kelly, que es hoy su diseñadora de cabecera. A su lado, su roca, su marido Felipe, que el próximo 10 de junio cumplirá 96 años y sigue haciendo gala de su peculiar sentido de la ironía («¿Cómo se las arregla para que los nativos no estén borrachos en el examen?», preguntó en Escocia a un examinador del carnet de conducir).
La Reina, una gran amante de los animales y forofa de las carreras de caballos, no es mujer de regalos lujosos. Se cuenta que conserva con afecto un delantal de cocina o un plato de cazuela que le regalaron sus hijos en otros cumpleaños. El año pasado, en el 90 aniversario, el siempre distendido Harry dio el golpe al homenajear a su abuela con un espectáculo privado de la ventrílocua inglesa Nina Conti, en el que él mismo se prestó al rol de muñeco.
Al hilo de la Semana Santa, Isabel II se retira cada año un mes al castillo de Windsor, cuyos orígenes datan del siglo XI y que se encuentra situado a 36 kilómetros al Oeste de Londres. La Reina pasa cada vez más tiempo allí, con un Buckingham que se ha tornado incómodo y está pendiente de obras de reforma millonarias. El castillo sufrió un incendio en 1992. Fue uno de los hechos que llevaron a la Reina a tachar aquel año como «un annus horribilis». Realmente fue un pésimo año para ella, con los sonados divorcios de sus hijos Andrés, Ana y Carlos.
Su siguiente año difícil llegó en 1997, cuando fue tachada de fría por su reacción circunspecta, muy inglesa, ante la muerte de Diana en el accidente del túnel de París. Inglaterra había cambiado y el labio superior rígido de siempre había dado paso a un sorprendente desparrame emocional por la Princesa muerta trágicamente, que pilló a la Reina con el paso cambiado. Parecía que Isabel II había perdido la química con su pueblo. Pero el tiempo ha vuelto a darle la razón y la estima por ella es máxima. Algunos lo llaman simplemente «saber estar». Así de fácil. Así de difícil.
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