10 de abril de 2017
«Du gamla, Du fria» Así empieza el primer verso del Himno sueco
Así empieza el primer verso del Himno sueco, cuya letra aprendí a principios de los noventa cuando vivía en Suecia como estudiante
Du gamla, Du fria: «Tu antigua, tu libre». Así empieza el primer verso del Himno sueco, cuya letra aprendí a principios de los noventa cuando vivía en Suecia como estudiante. En contra de lo que ocurre con otras canciones nacionales, el himno no goza de ningún carácter oficial ni hay ley alguna que fije su utilización y en qué condiciones sino que, simplemente, ha sido aceptado por todos conforme al uso tradicional; sin imposiciones ni normas. En contraste con las estúpidas trifulcas que los españoles mantenemos por los símbolos que nos representan, los suecos exhiben los suyos con el lógico orgullo que otorga el que son de todos porque todos tienen claro que son más cosas las que les unen que las que les separan. Y, además, estos consensos básicos son construidos con la mejor argamasa: la tolerancia nacida de la doctrina del Saltsjöbadsavtal o Pacto de la Isla de Saltsjöbad que, en 1939, sentó las bases de la prosperidad sueca. En principipo, se trataba de un pacto para regular las relaciones laborales entre gobierno, sindicatos y empresarios pero cuyo espíritu ha impregnado el resto de la vida pública escandinava. A grandes rasgos, consiste en que siempre hay que conseguir un acuerdo satisfactorio y no hay acuerdos posibles si no hay voluntad de ello. Y tal voluntad será una pura entelequia si no hay tolerancia y capacidad para colocarse en el lugar del otro y buscar puntos de encuentro en vez de motivos para la pelea. Parece simple. O al menos, los suecos hacen que así lo parezca.
Y es que, después de más de dos décadas de relación con el país nórdico, si tuviera que elegir la característica que más admiro de Suecia y los suecos es, precisamente, la tolerancia, que recibió ayer otra puñalada poco antes de las tres de la tarde en el corazón de Estocolmo. En ese momento, un terrorista, emulando a otros canallas de Berlín, Niza o Londres, se lanzó con un camión sobre una multitud. El responsable de esta fechoría no pudo elegir mejor el escenario donde pretendía hacer el mayor daño posible en una de las ciudades más cultas, amables y pacíficas de Europa. El resultado: cuatro muertos y quince heridos. Y podía haber sido peor. Mucho peor.
El horror se desató en Drottninggatan (la calle de la Reina). Es una agradable rambla (peatonal en su mayor parte y llena de tiendas) que baja desde la colina del Observatorio hasta la orilla del lago Mälar para morir justo ante el Riksbron, el puente que une el islote del Riksdaghuset, el Parlamento, y que da acceso a Gamla Stan, la fascinante ciudad vieja de la capital nórdica, que es tan bella porque nació de la sangre de una ondina del Báltico, según contaba le leyenda recogida por la primera mujer que ganó el Premio Nobel de Literatura, Selma Lägerloff en su libro «El maravilloso viaje de Nils Holgersson».
La violencia política en Suecia es un fenómeno extrañísimo. Por esa razón, sucesos como el de ayer tienen un impacto mucho mayor, pero no es la primera vez que ocurren. El 11 de diciembre de 2010, a las 16:48 horas, Taimour Abdulwahab al Abadaly, un ciudadano sueco nacido en Irak, hizo detonar un artefacto casero a menos de 200 metros de donde se produjo el ataque de ayer, en el cruce de Drottninggatan con Bryggargatan, inmolándose en el proceso e hiriendo a dos personas. Por primera vez desde el misterioso y no resuelto asesinato del primer ministro Olof Palme el 28 de febrero de 1986, el país sufría en sus carnes el mordisco del terrorismo, aunque, esta vez, de manos del fundamentalismo islámico. El apuñalamiento de la ministra de Asuntos Exteriores Anna Lindh el 10 de septiembre de 2003 fue obra de un perturbado.
Lo de ayer en Estocolmo demuestra que el mundo occidental que defiende los valores de la democracia y la libertad está en guerra y es un conflicto invisible en su desarrollo y espantoso en sus consecuencias, donde no marchan ejércitos ni se libran batallas campales. Las armas son aviones o camiones y la munición que siega vidas camina con explosivos fijados al torso y odio sectario grapado a las meninges. No estamos hablando de fanáticos entrenados en una cueva remota de Afganistán, sino de europeos, muchos nacidos y educados en el próspero occidente que han hecho el viaje inverso desde la tolerancia, la democracia y la libertad hacia la barbarie.
Desde los años 70, Suecia ha sido uno de los países más acogedores del mundo. Durante décadas ha ido recibiendo e integrando –no sin problemas, como es lógico– a exiliados de las dictaduras argentina y chilena; a las víctimas de la guerra civil de El Salvador; a los que huían de la miseria del comunismo o del terror de los Balcanes hasta el punto de que uno de sus héroes nacionales, el futbolista Zlatan Ibrahimovic, es hijo de un refugiado bosnio que nació en Rosengård, el barrio de Malmö donde conviven inmigrantes de 176 nacionalidades distintas. En los últimos meses, hemos podido comprobar como muchos de los desesperados sirios que llegaban a Grecia, Macedonia o Italia decían que su destino soñado era Suecia. Por algo será.
Por eso, el atentado de ayer es especialmente doloroso porque pocos países como el nórdico han sido tan generosos en este aspecto. Y, por esa misma razón, es necesario que los valores de democracia, tolerancia y libertad que el Occidente de tradición cristiana (pese a quien pese, ahí está la Historia para quien necesite comprobarlo) no cedan ante el terror fanático del terrorismo islámico. Suecia ha sido, y es, un ejemplo para muchas cosas para el resto del mundo. Y, pese al ataque de ayer, seguirá siéndolo porque así la necesitamos. Antigua y libre como dice su himno. Du gamla, du fria.
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