16 de marzo de 2017
Se vende alma de ciudad
Análisis del paisaje
Guillermo
Busutil* 12.03.2017
| 18:14
Se vende alma de ciudad. La eternidad del turismo todo lo vale. Es
millonario el diablo en capitales y pueblos con su belleza globalizada. Un día
y otro, el turismo de masas ávido del consumo emocional de lugares -como bien
define su síntoma Francesc Muñoz, director del Observatorio de la Urbanización
de la Universidad Autónoma de Barcelona- devora el paisaje de quienes siempre
habitan la cotidianidad de su cultura. Calles, plazas y zonas peatonales
tomadas por grupos a la zaga de un banderín, de un paraguas abierto o de un
bastón coronado con un moño rojo. Y a veces en destacamento ciclista con guía o
por libre. El desplazamiento de moda que no siempre cumple con las normas
viales de convivencia. En Málaga los vecinos del Paseo Marítimo y del Palmeral
del puerto estamos recogiendo firmas, a iniciativa del dueño del tapeo La
Recachita, para solicitar al Ayuntamiento la conveniencia de un carril peatonal
que nos salve.
Poco importa en política y en empresa el alma de una ciudad si su peso
en la balanza no se traduce en ganancias y trabajo. De nada sirve el patrimonio
cultural ni la singularidad del medio ambiente si no atrae el maná del turismo,
el capitalismo inversor y edificaciones que los abanderen. Los disfraces con
los que diablo adquiere la codicia de los que siempre quieren ganar ego y
negocio. No hay ciudad en la que no suceda el pecado de Fausto. Sólo que no es
precisamente el conocimiento ilimitado lo que adquieren los políticos en su
transacción en busca de desarrollo y prosperidad. En el pacto goethe lo que
importa más es lo material, aunque sea a costa de la letra pequeña que no se
lee y después se padece: banalización del paisaje urbano, saturación de los centros
históricos, invasión de los espacios públicos -mi amigo Juan Ferreras lleva
denunciándolo fotográficamente en Granada con el epígrafe La ciudad es de
todos-, y problemas de convivencia nocturna en los enclaves escénicos donde más
se concentra la oferta de ocio y su eco.
Cada uno de estos puntos exaspera a los vecinos del barrio gótico de
Barcelona, y de otras zonas, que han dejado de ir a Las ramblas y a comprar al
mercado de La Boquería, atiborrado de turistas bebiendo zumos fotográficos.
Igual les sucede a los 57.000 residentes de Venecia hastiados de los 24
millones de turistas al año, tirando de maletas por los 455 puentes que unen
las 118 islas. Un fenómeno analizado en Bye, bye Barcelona de Eduardo Chibás y
en El síndrome de Venecia de Andreas Pichler, documentales del azote del
turismo precipitado e insostenible; de los palacios convertidos en
Bed&breackfast y del auge de las viviendas transformadas en apartamentos
turísticos, cuya subida de precios -entre el 14 y el 30% en los últimos tres
años- impiden que los residentes puedan acceder al mercado de alquiler, además
de generar la expulsión de inquilinos para reconvertir los usos del inmueble, y
eliminar elementos de la vida cotidiana que son necesarios para permanecer en
un lugar y sentirlo como propio. La marabunta se ha extendido a la Alfama, a la
Baixa y al Chiado lisboetas, donde sus habitantes sortean a diario el ajetreo
de visitantes concentrados en sus calles de sombra estrecha. Y también a
Ámsterdam en la que aumentan las pintadas contra el flujo constante de personas
en los canales, en los museos y demás atracciones.
Málaga se libra de momento del enjambre del turismo en zumbido, pero su
centro histórico sí que padece ya el acoso de las terrazas de los bares en el
corazón de su tránsito. Incluso sus residentes se quedaron atónitos, hace pocas
semanas, cuando los hosteleros pidieron que deje de considerarse zona
residencial y sea catalogada como espacio turístico a efectos de protección
acústica. Esta privatización del espacio público supone una pérdida muy
significativa en culturas mediterráneas como la nuestra, acostumbrada a la vida
en la calle como medio de socialización. Y contribuye a la sustitución del
comercio tradicional por establecimientos destinados a satisfacer la demanda
del visitante. De hecho los hosteleros argumentan que más de cuatro millones de
personas han pasado por el Centro Histórico; que frente al 29,55% de suelo
residencial, el turístico representa el 65,4%, con más de 12.900 plazas en
hoteles; y que son sus negocios los que generan empleo en la ciudad.
La otra palabra mágica con la que Mephisto adquiere más almas al peso.
Lo hizo en otros siglos con Esaú por un plato de lentejas y con un caballo
blanco para Ricardo III. Más fácil lo tiene ahora en Málaga donde la Autoridad
Portuaria y el alcalde abogan por levantar en el morro del puerto a mar abierto
350 metros de perfil aerodinámico cinco estrellas. Oro parece y plata no es
este hotel con casino de lujo y centro comercial del que sus paladines públicos
y privados cantan que será la atractiva marca de excelencia turística y
modernidad de una ciudad en alza y vuelo. Poco importa que el proyecto suponga
una agresión a su fachada marítima y a su sello identitario, que según Matías
Mérida, profesor de Análisis del paisaje de la Universidad de Málaga (qué
preciosa asignatura romántica y en desuso), supondrá que referentes
paisajísticos e históricos de la ciudad como la Alcazaba, la Catedral o el
castillo de Gibralfaro pierdan sustancialmente su protagonismo en el entorno. Otro
arquitecto, Ángel Pérez Mora, razona que «la autonomía del puerto es para
tratar de cruceros, veleros y mercantes y no para construir ciudad, que para
eso están los ayuntamientos, sus planes generales, y sus representantes». Y
opina con guasa inteligente, y lo subscribo, que a lo mejor sólo se trata de
que el puerto tenga una torre por el morro.
La sociedad civil se ha movilizado con un manifiesto en el que muestra
su disconformidad. Pero poco podremos hacer las voces de la cultura y del
pensamiento crítico contra la decisión municipal de vetar la participación
ciudadana en el proyecto, avalado también por Juan Cassá, el representante de
Ciudadanos que exterminó el Instituto del Libro, que nunca pisó de oyente, para
ahorrar en cultura -aunque se le quedó a la cola su propuesta de cambiar los
coches de caballos por cars eléctricos-; y por el argumento del alcalde de que
los ciudadanos terminarán acostumbrándose. A su defensa se suman los parados
que aspiran a colocarse de albañiles y camareros en la construcción y oferta
del falo del muelle 4, convertido en el estatus del síndrome del cateto rico
(más grande y ostentoso es lo mío), y en el nuevo icono de Málaga levantando
con erección de capital.
Tiene Málaga en la memoria reciente de su costa oeste un infierno de
edificios en pena, cadáveres insomnes de arquitecturas verticales en un paisaje
colmatado de cemento, a cambio del pelotazo del turismo susurrado por el diablo
durante el boom del ladrillo y la especulación. Da la sensación de que se echa
de menos aquel festín y su borrachera, a pesar de su resaca. Es arriesgado,
frente al poder del 12% del PIB, cuestionar la cara B del turismo en nuestro
país y en mi ciudad. Pero lo cierto es que los destinos más populares están hoy
asfixiados bajo el peso del turismo de bullicio y bazar. La amenaza de su
extensión exige a las administraciones y a los agentes de su industria que se
preocupen de la sostenibilidad ambiental, social y cultural; del equilibrio de
la convivencia entre su oferta y la vida cotidiana de los habitantes. Y de un
control ético de la especulación que sólo es una piedra filosofal para los que
ganan con una mano por debajo o por detrás.
Susurra el diablo la lujuria del horizonte a cambio del alma y su
paisaje. Recuerda Málaga la advertencia en verso de Aleixandre: Angélica
ciudad, un soplo de eternidad podrá destruirte.
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