La erosión de la unidad europea no solo llega desde
Reino Unido o
Grecia, sino de las propias sociedades, cada vez más despegadas de la
Europa de los derechos fundamentales
De entrada están
Grexit y
Brexit, dos operaciones de género y ritmo temporal distinto que pueden resultar en el encogimiento por primera vez en la historia de un proyecto acostumbrado solo a crecer. La
Unión Europea necesita a
Reino Unido y necesita a
Grecia, a cada uno de los dos países por motivos distintos. Más al primero que al segundo, por razones que
van desde el tamaño demográfico y económico, así como
el papel financiero de la City de Londres, hasta el arma nuclear y la silla permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pero nadie en sus
cabales, no solo en Bruselas sino también en Washington, permitiría la primera deserción del euro y una pérdida geopolítica del calibre de Grecia en favor de la Rusia de Putin.
Si Atenas abandonara la moneda europea y, como consecuencia, la UE, y Londres hiciera lo propio, no solo el club pasaría de 28 a 26, sino que sería una invitación a que más socios se dieran de baja. Hasta
el ingreso de Croacia, hace dos años, Europa era una
gran mansión abierta a los cuatro vientos, en la que iban entrando los países; pero a partir del momento en que Londres y Atenas se despidieran, fácilmente se abriría la ventanilla para salir. Sería la prueba de que se ha gripado la fábrica de democracia, estabilidad, prosperidad y seguridad,
a pesar de su buen funcionamiento desde mitad del siglo pasado. Con el castigo adicional de que pasaría una pesada factura en forma de dilatadas negociaciones de divorcio, que absorberían esfuerzos y energías solo para poner orden, no para ganar ni avanzar.
Turquía nos ofrece una buena demostración de que el modelo europeo ha perdido fuerza y atractivo. Este país candidato al ingreso en la UE evolucionó muy favorablemente en el horizonte de una sociedad islámica y abierta mientras actuó la tracción de su plena incorporación; pero, una vez se le han ido cerrando las puertas, va en dirección contraria
hacia un régimen presidencialista de ribetes ultraconservadores y autoritarios, más cerca de Putin que de Merkel. Como miembro que es de la Alianza Atlántica y del Consejo de Europa, el destino de Europa también se juega en alguna medida en Turquía, y hoy en concreto en unas elecciones en las que Erdogan pretende obtener una supermayoría de 330 diputados sobre 550 para reformar la constitución y coronarse como primer e inaugural magistrado de un nuevo régimen presidencial.
La mutación hacia regímenes de talante autoritario ya se produjo en un país que es socio de pleno derecho de la UE como
Hungría. Allí otro nacionalista ultraconservador como
Viktor Orban obtuvo en 2010
la supermayoría parlamentaria que le permitió una reforma constitucional antiliberal. Ahora se ha querido trasladar ante el Parlamento Europeo el debate sobre la reinstauración de la
pena de muerte, bajo la coartada del derecho a la
libertad de expresión, mientras compite con la extrema derecha de Jobbik en muestras de rechazo a la inmigración y a la pluralidad cultural y religiosa. Veremos cómo evoluciona
Polonia después de
elegir como presidente este 24 de mayo a Andrzej Duda, del euroescéptico y ultracatólico partido Ley de Justicia, fundado por los hermanos Kaczinski.
El desmontaje no afecta solo a la UE, sino también a otra institución como es el Consejo de Europa, que vela por los derechos humanos con su tribunal de Estrasburgo, instancia suprema en todo lo que se refiere a derechos fundamentales.
Cameron también quiere que le devuelvan esos poderes europeos y que los tribunales británicos
no sevean obligados a someterse a la jurisdicción de la corte europea, algo que se observa con muy buenos ojos entre los socios habitualmente menos respetuosos con la Convención de Derechos Humanos, como son la citada
Hungría y por supuesto países como Rusia o Azerbayán.
Esta es la erosión más visible que se ofrece a ojos de los europeos, pero no es la única. También trabajan en el desmontaje dos virulentas crisis bélicas, una en el confín oriental con Rusia y otra en el flanco meridional. En el primero se ha producido por primera vez desde 1945 l
a anexión de un territorio y la
agresión militar a un país que pretendía estrechar su relación con la UE con vistas a una futura adhesión, mientras que en el segundo hay cuatro guerras civiles árabes
en marcha que han producido ya la mayor crisis de refugiados desde los años 90.
Y de nuevo no es solo la UE, la institución central, la cuestionada. La invasión rusa de Crimea y de parte de las provincias de Lugansk y Donetsk también interroga a la Alianza Atlántica sobre su incapacidad para prevenir y evitar una violación tan flagrante delderecho internacional en el corazón mismo del continente. Crecen a la vez las dudas ya existentes sobre dos instituciones como el Consejo de Europa y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, a las que pertenecen tanto Ucrania como la Federación Rusa, palancas cada vez más débiles a la hora de asegurar las libertades y la paz en el continente.
Junto al desmontaje de la estructura exterior, actúa la corrosión interior, que afecta a los valores definitorios de Europa, tal como se contemplan en la Carta de Derechos Fundamentales, y toca dos puntos de máxima erosión, como son la seguridad y la inmigración. Las acciones y el reclutamiento de los terroristas del Estado Islámico en el interior mismo de Europa enerva las reacciones xenófobas y hostiles hacia los musulmanes europeos; pero activa también los reflejos autoritarios de la sociedad, tanto para recortar la libertad de expresión en nombre del respeto a la diversidad como para limitar las libertades individuales en nombre de la seguridad. Algo similar sucede con las oleadas de asilados que llegan a nuestras costas, que inspiran a los gobiernos fórmulas militarizadas, próximas a las intervenciones preventivas, para cortar las redes mafiosas de tráfico de personas, y a la vez suscitan el síndrome de la fortaleza europea cerrada a los extraños y diferentes, sobre todo si son pobres.
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