7 de junio de 2013
La moral en un callejón sin salida
EL PAIS - ANA MARCOS Madrid 7 JUN 2013 - 00:05 CET
Cuando te niegan la existencia con represión, miedo y violencia, la reacción puede ser adversa. Convivir, aunque sea como agente externo, en un entorno de guerra velada por la connivencia internacional, puede desembocar en comportamientos igual de inesperados. La cineasta canadiense Anaïs Barbeau-Lavalettepasó 12 años de viajes intermitentes entre Israel y Palestina y de la experiencia sacó Inch'Allah, la historia de una tocóloga canadiense que trata a mujeres embarazadas en un campo de refugiados en Cisjordania. “Introducir a una occidental en terreno de batalla me permitió transformarla de testigo a actor directo, plantear el interrogante: '¿hasta qué punto el conflicto de otros puede convertirse en propio?”, cuenta la directora al otro lado del teléfono.
Chloe cruza cada mañana el puesto de control que separa su casa en Tel-Aviv -en apariencia segura- de la pequeña clínica donde atiende a madres y bebés capaces de sobrevivir entre la pobreza, la basura y la esperanza. El muro que separa su residencia de su trabajo, también divide sus emociones. A un lado, su vecina y amiga, una soldado en prácticas. Al otro, una joven a punto de dar a luz, y sus dos hermanos: un fervoroso resistente; y un pequeño vestido con los harapos de súper héroe, un personaje con la habilidad de desanclar la película de la realidad.
“Si se implica a un extranjero en un conflicto como el palestino-israelí, se consigue un mayor impacto en el público”. Barbeau-Lavalette no pretende convertirse en juez: “No voy a resolver una situación que ni siquiera yo soy capaz aún de entender”. Su recurso está en apilar la película sobre la historia de la joven doctora y llevar sus valores al límite de la moralidad. “La guerra puede penetrar en nuestro interior y destrozarnos, no somos inmunes”.
Heredera de una familia cinematográfica, sus padres ambos cineastas de prestigio en Canadá, y nieta del pintor Marcel Barbeau, se hizo con el premio FIPRESCI y la mención especial del jurado de la sección Panorama de la última edición de la Berlinale. De sus progenitores heredó la técnica del documental con la que estrenó su filmografía y a la que recurre en Inch'Allah, aunque de ficción se trate. “Está rodada cámara en mano para conseguir mayor realismo”, señala, “permite al espectador ver, oler, sentir a través de Chloe”.
Por si la experiencia sensorial de la protagonista se quedaba escasa, la cineasta mandó levantar 300 metros de muro y ampliar uno de los escenarios centrales de la película: el basurero-parque de recreo donde los niños palestinos juegan a falta de columpios. Los productores visitaron Palestina, pero decidieron trasladar el rodaje a un campo de refugiados en Jordania “al contar con una mayor estructura cinematográfica”.
En este lugar encontraron al pequeño Safi, el menor de los hermanos de la familia palestina de acogida de Chloe. “Necesitaba un personaje que me permitiese romper con el hilo de la historia, que aportase un toque luminoso, poético”. Aunque sus directores de casting se negaron a indagar entre las chabolas del campamento, la cabezonería de Barbeau-Lavalette ganó la batalla y una mañana se encontró con más de 100 niños en la puerta de su tienda. “Ahí estaba él, entre los primeros de la fila”, relata, “tuvimos que pedir permiso a sus padres y le explicamos sus escenas, sin hacer hincapié en la parte más dura de la historia”. La cineasta se convirtió en cuentista, sin darse cuenta, reconoce, que es complicado edulcorar la violencia a un niño que desayuna con ella.
“Creo profundamente en el deseo de perdón”, dice para remitirse al final de la película. La esperanza con la que optó por cerrar su historia la había encontrado años antes en sus conversaciones con jóvenes palestinos e israelíes. “Creo en una solución, porque entre la juventud existe el deseo para que se consiga”.
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