La estrategia del Rey
Por: Antoni Gutiérrez-Rubí | 18 jun 2013 - EL PAIS
Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación y consultor político. Profesor en los másters de comunicación política de distintas universidades. Autor, entre otros, de los libros: Políticas.
Mujeres protagonistas de un poder diferenciado’ (2008), Filopolítica: filosofía para la política (2011) o La política vigilada (2011). www.gutierrez-rubi.e
Mujeres protagonistas de un poder diferenciado’ (2008), Filopolítica: filosofía para la política (2011) o La política vigilada (2011). www.gutierrez-rubi.e
Último intento. Los estrategas de SM el Rey Juan Carlos I han diseñado un milimetrado plan de rehabilitación: física e institucional. La salud del monarca, afortunadamente, se recupera más pronto y rápidamente que su salud política, y ahí, precisamente, parece radicar el reto y el problema. Los recientes datos demoscópicos publicados acreditan el poderoso desgaste de la institución y el profundo deterioro de su imagen pública personal.
Este nuevo plan se centra en una interpretación activa de la función de «arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones» (Artículo 56 de la Constitución Española) y el impulso a los «grandes acuerdos de estado entre las principales fuerzas políticas», tal y como así lo airean permanentemente fuentes de la Zarzuela. Pero esta función, y conviene recordarlo, no se puede ejercer discrecionalmente sino a través de los procedimientos previstos en la propia Constitución. Por ejemplo, entre las competencias reguladas del Rey (art. 62g CE) está la de ser «informado de los asuntos de Estado» y, eventualmente, puede «presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo considere oportuno, a petición del Presidente del Gobierno». Una lectura rígida de esta norma reduciría esta potestad informativa a la canalizada por el Presidente y el Consejo de Ministros. Nada más. Nada menos.
Esta precisión constitucional, en la regulación de la Corona, se enmarca en la voluntad de los constituyentes para que el Rey no tuviera margen político autónomo. Muy diferente, por ejemplo, del Reino Unido, donde la función más importante de la Corona es «advertir, animar y ser consultada» en los asuntos de Estado, como se solemniza semanalmente en las reuniones entre la Reina y el Primer Ministro británico.
En este contexto, sorprende la inusual iniciativa del Rey de «presidir un almuerzo» ofrecido a los miembros del consejo permanente del Consejo de Estado, supremo órgano consultivo del Gobierno (art. 107 CE). Nunca antes, en 38 años de reinado, había sucedido. La cita de hoy, a la que asistirá Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, es –cuando menos– excepcional y novedosa. Es cierto que un almuerzo no es formalmente una reunión…, pero a nadie se le escapa el profundo significado político de esta decisión. Si el encuentro es una gentileza real, quizá no hay discusión. Pero si es realmente una sesión de trabajo y consulta, se debe advertir que ni en la Constitución ni en la Ley Orgánica que regula el Consejo de Estado está previsto que pueda aconsejar o informar al Rey. Tampoco recibir indicaciones. Y si, además, como se ha filtrado desde la Zarzuela, lo que se propone el Monarca es seguir «impulsando el espíritu pactista», entonces, tenemos un problema.
Desconozco si el Rey, en una ofensiva relacional para garantizar una ampliada y renovada función de servicio público a través del impulso «a los grandes acuerdos», necesita consejo o asesoramiento adicional. O si bien cree que debe, por el contrario, darlos él. Pero abrir el melón de una mayor autonomía política de su figura, para mejorar su imagen o para desbloquear diálogos políticos, es entrar en un terreno difuso –y peligroso– con precedentes históricos nefastos. Una «charla distendida para tomar el pulso al país», con estos distinguidos consejeros, no es una nimiedad simpática, cordial y campechana: es una iniciativa política encaminada a reubicar la función del Rey. El «borboneo» –tradición y tentación– debe quedar desterrado políticamente, definitivamente, si no queremos que el destierro sea el institucional.
Los problemas de comunicación y de imagen del Rey no pueden resolverse forzando las costuras institucionales, ni atribuyéndole funciones no previstas por nuestras leyes. Es una cuestión muy seria. La coincidencia de este almuerzo en la misma semana que el PP y el PSOE suscriben su acuerdo político para mantener una posición común en el próximo Consejo Europeo permite escribir un guión perfecto: el acuerdo entre el Gobierno y la oposición es fruto del buen hacer del Monarca, en su renovada etapa de servicio a la democracia española. De verdad, ¿esta es la estrategia? ¿Apuntalar la monarquía sobre los dos partidos «que tienen la mayoría del voto de los españoles y, por tanto, la responsabilidad de sacar adelante el país?» ¿No hay otras ideas?
El rescate del Rey −acordado y pactado, instrumentalizado mutuamente− puede dividir al país, aún más, respecto a su figura, a la institución y a su papel en la sociedad y democracia españolas. Y este acuerdo ya ha crujido, hace poco, cuando se ha forzado un relato propagandístico sin sutilezas, como en el reportaje de TVE sobre el día a día del Rey y sus iniciativas «políticas». En vez de apuntar a las reformas imprescindibles de toda nuestra arquitectura institucional (incluida la Monarquía), parece que vamos a apuntalarla, y a vivir de la renta histórica y emocional de la figura del Rey en la historia reciente de España.
La rehabilitación del Rey no puede ser percibida como la rehabilitación del cuestionado bipartidismo, y viceversa. España es hoy mucho más plural, diversa y rica. Los retos territoriales, muy serios. Y los debates están más abiertos que nunca. Esta opción estratégica puede beneficiarse, inicialmente, de la necesidad que tiene el país de acuerdos y pactos… pero si estos son a costa de lasreformas y cambios inaplazables de la Monarquía, sus protagonistas solo ganarán un tiempo que, en política, no siempre resuelve los problemas, sino que los empeora.
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