4 de julio de 2017
Felipe VI y la indolencia marianista El Rey se coloca de perfil hasta cuando la crisis soberanista de Cataluña debería obligarlo a reivindicar sistemáticamente la Constitución
Felipe VI y la indolencia
marianista
El Rey se coloca de perfil hasta cuando la crisis soberanista de
Cataluña debería obligarlo a reivindicar sistemáticamente la Constitución
El
rey Felipe VI, en el Congreso, durante la celebración de los 40 años de las
elecciones de 1977. ULY MARTÍN
Pablo Iglesias aprovechó su aparición en El Escorial —panteón de reyes—
para cuestionar la pasividad de Felipe VI en las emergencias nacionales. Tanto
aludía a la corrupción y a la desigualdad social como al problema de Cataluña.
Y decía sentirse contrariado por la ausencia conceptual del hijo de Juan Carlos
I, aunque las críticas de Iglesias al trono no provienen del escrúpulo
institucional ni de la añoranza de un monarca intervencionista, abnegado, o
implicado, sino del cuestionamiento de la monarquía misma y de su contingencia
en la realidad contemporánea.
Iglesias duda del sistema o pretende deslegitimarlo amparándose en el
“anacronismo de la monarquía”. Y no cabe mejor camino para inducir la
subversión que ubicar bajo la guillotina la primera magistratura del Estado. Se
trata de reivindicar la república no desde el fervor sentimental o desde el
convencimiento político sino desde su valor instrumental. Jaque al rey, es la
jugada de Iglesias en su discurso escurialense.
La hipérbole no contradice que puedan compartirse las reflexiones del
líder de Podemos respecto al silencio de Felipe VI. Ha cumplido tres años en la
Zarzuela y ha tenido el mérito de sobrellevar una transición ejemplar de la
monarquía a la monarquía, pero cuesta trabajo encontrarle otros méritos más
allá de la prudencia o de la justificación. Felipe VI es un rey gobernado por
el pueblo. Y no al revés. Naturalmente porque la monarquía parlamentaria
constriñe el menor atisbo del absolutismo, pero también porque nuestro rey vive
permanentemente escrutado, vigilado y hasta intimidado. Sabemos lo que gana. Lo
que hace.
Y el ansia de la normalización monárquica no sólo ha subordinado el
antiguo boato borbónico al prosaismo funcionarial, también le ha despojado de
su misterio o de sus poderes litúrgicos. Lo han convertido en vulnerable.
Es la razón por la que Felipe VI parece tener miedo a exponerse. Se coloca
de perfil hasta cuando la crisis soberanista de Cataluña debería obligarlo a
reivindicar sistemáticamente la Constitución, exigir el principio de unidad
territorial y recordar o recordarse el papel de la Corona en sus connotaciones
integradoras. Se diría que Felipe VI —lo prueba la asepsia de sus últimos
discursos— se ha impregnado de la indolencia marianista. No tanto por lealtad
al Gobierno como por definición de su propia inocuidad o apatía. Se abstiene el
Rey. Se paraliza.
Es verdad que la propia Constitución define y no define sus verdaderas
atribuciones, pero el requisito de la neutralidad o las obligaciones de la
posición super partes no equivalen a la pasividad ni al
ensimismamiento en su buena imagen.
La tiene. Y no es fácil que vaya a deteriorarse a la velocidad que
pretende Iglesias, pero Felipe VI necesita hacerse necesario, imprescindible.
No porque su porvenir de monarca parezca amenazado, sino porque empieza a
estarlo el de su hija Leonor.
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