16 de julio de 2017
Brasil, el país en el que los jueces tomaron el poder
Brasil, el país en el que los jueces tomaron el
poder
La condena a Lula y
el proceso a Temer muestran cómo fiscales y magistrados dominan la vida
política del gigante sudamericano
La
reciente condena por corrupción contra el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ha
sido la última. Vendrán otras. Brasil es un país asfixiado por la corrupción en
el que late un conflicto con aires de guerra declarada entre el poder político,
un estamento insólitamente corrupto, y el poder judicial, insólitamente
incorruptible. En los últimos años se ha detenido a cientos de ministros,
gobernadores, diputados, senadores y ministros y hasta el presidente Michel
Temer arrastra una denuncia por recibir sobornos. El campo
de batalla son las investigaciones del caso
Petrobras, dirigidas por pelotones de jueces,
fiscales y tribunales en diferentes instituciones. Y tras tres años de
desentrañar la red de corruptelas de casi toda la clase dirigente, el frente ha
llegado a la médula del Gobierno. "Es un momento inédito”, valora Bruno
Brandão, representante de Transparencia Internacional en Brasil. “La imagen de
impunidad de las élites brasileñas se está resquebrajando”. Ahora ya no vale
aplaudir mientras los fiscales acusan a cargos menores. Ya no hay
reconciliación posible. Es un bando o el otro.
Un
hombre sostiene un globo del expresidente Lula da Silva vestido como un reo en
una manifestación en Curitiba (Paraná) RODOLFO
BUHRER REUTERS
El vaso se ha colmado en las últimas dos semanas, mientras el país
cumplía dos tristes hitos históricos. Por primera vez, un presidente, Michel
Temer, era denunciado por corrupción por la fiscalía general. El miércoles,
Luiz Inácio Lula da Silva se convirtió en el primer expresidente condenado a la
cárcel por blanqueo de dinero y corrupción: nueve años y medio de prisión,
según una sentencia que podrá recurrir a una segunda instancia mientras sigue
en libertad.
Lula y Temer no pueden estar más enemistados políticamente, pero ambos
reaccionaron igual a sus problemas legales: “Esta sentencia busca
derribarme”, protestó el primero, mientras cuestionaba la autoridad de los
jueces: “Solo el pueblo brasileño puede decretar mi fin”. También
Temer, la primera vez que habló en público tras conocer la denuncia contra él
por supuestos tratos de favor y sobornos, saltó a la ofensiva: “Esto es un atentado contra
nuestro país. No voy a permitir que se cuestionen ni mi honor ni mi dignidad.
No huiré de las batallas”.
El presidente cumplió con su amenaza al día siguiente, cuando
precisamente le tocó nominar al nuevo fiscal general —el actual, Rodrigo Janot,
que le denunció, deja el cargo el 17 de septiembre—. En Brasil, el presidente
suele respetar el nombre más votado por el propio ministerio público. Es una
muestra de respeto hacia la fuerza y la independencia de la institución. Temer,
en cambio, escogió a la segunda persona más votada, Raquel Dodge. El gesto no
cambia gran cosa —Dodge tiene una gran experiencia combatiendo la corrupción—,
pero se trataba de dar una bofetada a los que puedan creer que el país está en
manos de los jueces.
La última baza
Muchos opinan que Temer también esperaba debilitar la denuncia de
Janot antes
de que esta sea votada en el Congreso el 2 de agosto. Si la Cámara la aprueba, la demanda irá al Tribunal Supremo, que le
destituirá temporalmente. Y si le encuentra finalmente culpable, le destituirá
para siempre. Con la presidencia perdería la calidad de aforado y entonces
tendría que responder por todos los cargos que los fiscales hayan ido
acumulando contra él. La única solución para Temer es resolver la acusación en
el ruedo político, cueste lo que cueste.
La presidencia —y la inmunidad jurídica que otorga— representa también
una solución a la desesperada para Lula. Aún tienen que publicarse otras cuatro
sentencias y basta con que la segunda instancia le encuentre culpable en una
sola de ellas para que sea inhabilitado políticamente y, tal vez, acabe en la
cárcel. La única baza del dirigente del Partido de los Trabajadores es que se
retrasen los procedimientos hasta agosto de 2018, cuando comienza la campaña
electoral. Y rezar por ganar los comicios presidenciales.
El panorama no podría ser más distinto a lo que durante siglos fue
Brasil. Un lugar en el que el poder y el dinero mandaban más que la justicia,
donde el rouba mas faz (roba, pero resuelve) era un
cumplido para un político, y donde al fiscal general se le conocía como
el engavetador general (archivador general).
Todo cambió en 2003 con la llegada, irónicamente, de Lula. “Duplicó el
tamaño y el equipo de la policía, que de repente podía asumir grandes
operaciones. Permitió que el ministerio público nombrase al fiscal general.
Unificó al poder judicial, que está desmembrado”, recuerda Pierpaolo Bottini,
abogado que participó en esa reforma desde el Ministerio de Justicia.
Al poco comenzó a florecer un orgullo de clase. “Si hay una
característica que define a Brasil, crisis tras crisis, es la independencia de
su poder judicial”, se jacta por teléfono José Robalinho, presidente de la
asociación nacional de fiscales.
Pero en Brasil la corrupción llevaba décadas incrustada en la vida
pública. Destaparla lo ha paralizado todo. La economía está en crisis, la
política gira alrededor de los tribunales y el pueblo ha perdido la esperanza
de que todo vaya a mejor cuando todos los culpables estén en la cárcel. “El
futuro es sustituir a las personas por las instituciones y salvarnos sin
salvadores”, sostiene Ayres Britto, que fue juez del Tribunal Supremo nombrado
por Lula entre 2003 y 2012. Un futuro con la clase política entre rejas que
plantearía el interrogante de quién liderará el país.
PATRICIA
DE MELO MOREIRA AFP
T.C.A.
No hay generales ni comandantes en los encontronazos entre los poderes
ejecutivo y judicial brasileños, pero sí hay nombres propios. En el país hay
muy pocos que no conozcan a Sérgio
Moro, el juez encargado del caso Petrobras en la primera instancia y que
—voluntariamente o no— encarna las virtudes que buscan los críticos de la clase
política: licenciado en Harvard, doctorado en Derecho, declarado esclavo de la
ley, se jacta de tomar decisiones templadas respetando las reglas del sistema
legal. Quizá por todo eso ha encontrado en Lula da Silva —alguien pragmático,
astuto y sin estudios— la horma de su zapato. Tan famosa es la enemistad entre
los dos que cuando el expresidente fue llamado a testificar ante Moro el pasado 10 de mayo,
el encuentro fue tratado como una final deportiva, como un combate cara a cara
entre dos luchadores.
Antes del encuentro, el juez Moro publicó un mensaje en su página de
Facebook, donde tiene dos millones de seguidores. Les pidió que no fuesen a la
calle a manifestarse contra Lula para no crear confusión. Este, sin embargo,
convocó a miles de miembros de sindicatos y del Partido de los Trabajadores que se
agolparon ante la puerta de los juzgados al acabar el testimonio y convirtieron
el acontecimiento en un mitin. Leyes y
calle, dos formas de ganar la misma partida.
El presidente de Brasil, Michel Temer, se las tiene que ver últimamente
con el fiscal general, Rodrigo Janot, un veterano del terreno jurídico curtido
en cargos públicos y privados. Muchos imaginan que la jugada que está haciendo
con el presidente Temer al denunciarle por recibir sobornos es completamente
política. En realidad, aún tiene indicios para denunciarle por dos cargos más
(obstrucción a la justicia y corrupción activa) pero está esperando a que agote
su capital político en el Congreso.
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