9 de diciembre de 2016
Reivindicación del pecado JORGE BUSTOS
Un párroco español ha lanzado una aplicación móvil llamada Confesor Go que permite localizar al cura más próximo al penitente para administrarle la confesión. A partir de ahora cualquier político atormentado por su última mentira no tendrá que esperar cuatro años a ser indultado por las urnas, sino que podrá aliviar su conciencia citándose con un sacerdote en un parque o una plaza, o a la salida misma del lupanar o del Parlamento, por mencionar las dos sedes tradicionales del pecado.
Confesor Go ha superado ya las 4.300 descargas y su desarrollador, el padre Latorre, espera que pronto se internacionalice su uso, que para eso católico quiere decir universal y en todas partes se peca con análoga fruición. Se deduce que los emprendedores ya no se conforman con comerse este mundo sino que aspiran a explotar el más allá con un Über no de cuerpos sino de espíritus que habría enloquecido a Gógol, cuyo personaje más famoso viaja por la estepa rusa en su troika comprando almas muertas. Confesor Go es el reverso luminoso de Tinder: en la era digital uno se empecata y se limpia por internet.
La noticia ha sido celebrada como la penúltima vuelta de aggiornamento que Francisco imprime a la Iglesia. A Bergoglio se le da título de pontífice revolucionario porque le preocupa más atraer a los gentiles que sujetar a los fieles, aunque de momento nos falta un balance riguroso de entradas y salidas, no sea que vayan unas por las otras y el padrón de la casa del Padre al final se quede como estaba. Es el problema de toda revolución, que al consumar el giro completo lo deja a uno en el punto de partida. A los cristianos viejos, siempre recelosos del cambio, hay que señalarles que no se trata de virtualizar el sacramento, sino sólo el acceso a él. En el quinto centenario del cisma protestante cabe recordar que fue el obsceno tráfico de indulgencias lo que precipitó el desafío reformista de Lutero, pero antes de llamar al Santo Oficio aclaremos que Confesor Go es una app gratuita.
Más allá del pintoresquismo que concite la noticia, a mí no me extrañaría que la noción de pecado volviera a ponerse de moda. Demasiado signos nos advierten del agotamiento de la contracultura y del retorno de la identidad, nostalgia del absoluto o malestar mítico según uno lea a Steiner o a Vattimo o mire al país de Fillon, donde nació también el escritor que predijo que el siglo XXI sería espiritual o no sería, y donde sus dos novelistas mayores -Houellebecq y Carrère- se obstinan en tematizar la religión sin concesiones a la corrección laicista. Desde que el hedonismo se volvió normativo, no sólo dejó de conceder el oscuro placer de la transgresión sino que canceló la consoladora posibilidad de arrepentirse. La propia idea de pecado, que había articulado la moral pública y privada durante siglos, fue proscrita a partir del 68. El iuspositivismo laminó el iusnaturalismo y el delito absorbió el pecado. Pero el Código Penal no se basta para remedar las tablas mosaicas, y en el hueco proliferan clérigos laicos que lo mismo te abroncan por no pagar el IVA que por no portar lazo cromático en la solapa. No es que el pecado haya sido abolido: ha cambiado el repertorio. Y a la Iglesia le cuesta sostener el catálogo canónico, así que rebaja las condiciones para perdonar un aborto o dar la comunión al divorciado. Pero ¿y si el hombre occidental ya no pide misericordia sino severidad? ¿Y si anhelamos los viejos códigos, que llaman pecado al pecado, para saber que somos libres de cometerlos y capaces de su perdón?
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