20 de diciembre de 2016
«El corsario español Antonio Barceló machacó el nido de piratas de Argel sin tener apenas bajas»
Agustín R. Rodríguez González, flamante ganador del XIV Premio Algaba por su obra «Antonio Barceló» (Edaf, 2016) narra la historia de un hispano que pasó de navegar en un barco correo, a servir en la Armada Española
Un español valeroso que inició su carrera naval como corsario al servicio de la corona y que, gracias a sus méritos, acabó siendo Teniente General de la Real Armada. Este es el argumento en el que se centra el libro ganador del XIV Premio Algaba: «Antonio Barceló. Mucho más que un gran corsario» (Edaf, 2016).
Una obra que lleva por título el nombre de uno de los marinos más valerosos y olvidados de la historia de España y que ha sido alumbrada por Agustín R. Rodríguez González (Doctor en Historia y colaborador del diario ABC). Con todo, la semblanza de este héroe del Mediterráneo deja un sabor agridulce, pues Barceló fue denostado en el siglo XVII por muchos oficiales «de carrera» debido a sus orígenes humildes. «Lo que más le cuesta a un español desde siempre es reconocer el mérito ajeno», explica el autor a este diario.
Antonio Barceló y Pont de la Terra vino al mundo en Palma de Mallorca el día de Noche Vieja de 1716. Y, como buen bebé de su tiempo que era, fue bautizado en la jornada siguiente a toda prisa por el temor de sus padres a que la mortalidad infantil se lo llevase al otro mundo sin haber sido iniciado en la fe. Como explica Rodríguez, tuvo la suerte de nacer en el seno de una familia media que había logrado hacerse un hueco entre clase de bien de la región. Una fama que fue acuñada por su padre Onofre en julio de 1717 cuando se ofreció a participar en la expedición española enviada para tomar por las bravas la isla de Cerdeña.
Aquel acto en servicio de la corona le valió a Onofre, en noviembre de 1719, una patente de corso (en la práctica: la capacidad de apresar y saquear buques musulmanes en nombre de Su Majestad a cambio de entregar una parte de lo obtenido al Estado) y un acuerdo para prestar servicio de correo entre Mallorca y Barcelona.
«Era como un contrato dado por España. Un premio por sus servicios que le permitía ganar dinero», determina el autor. A partir de entonces, el padre de Barceló se dedicó a llevar cartas, mercancías y pasajeros de una región a otra en su jabeque, el «Santo Cristo de Santa Margarita». Un trabajo que, a los 18 años, heredó Antonio por orden real después de haber aprendido a la vera de su ya anciano progenitor.
Su capacidad militar como corsario y correo quedó patente a los 21 años, cuando fue reconocido por la monarquía como Alférez de Fragata tras poner en fuga a dos navíos enemigos con su jabeque. A efectos prácticos el título le sirvió de poco, pues no le permitía recibir ni una moneda de sueldo ni llevar el uniforme de la armada. No obstante, fue su carta de recomendación para su futuro empleo militar.
No en vano, en los años siguientes logró ascender poco a poco en el escalafón gracias a actos heroicos como el de 1.743: cuando llevó 2.300 cuartelones de trigo, 5.000 panes y 388 quintales de bizcocho blanco hasta Mallorca (cuyas gentes morían de hambre por las malas cosechas). Lo hizo a pesar de que él mismo no tenía forma de avituallar a su tripulación. «No hay una gota de agua en el buque, así que a ver si llegamos pronto», dijo.
Su pericia en el mar le hizo recibir multitud de misiones oficiales. Y en casi todas ellas salió victorioso. «Como correo se dedicó a apresar a los mismos corsarios musulmanes que querían apresarle a él. Hizo válida la frase de que “lo mejor para cazar a un ladrón, es otro ladrón”», destaca Rodríguez.
Al final, la hoja de servicios le hizo entrar en la armada oficialmente (sueldo mediante) y ser ascendido en 1762 a Capitán de Fragata al mando de los jabeques reales. Así continuó su labor hasta el año 1775, cuando participó como jefe de este tipo de navíos en la gigantesca operación de desembarco marítimo que Carlos III organizó contra el nido de piratas de Argel. Una ciudad cuyo gobernante se nutría recibiendo dinero de los corsarios musulmanes que robaban a España.
«Aunque Lepanto frenó la expansión otomana, en el Mediterráneo los corsarios musulmanes siguieron practicando el “noble deporte” de atacar al enemigo en el mar. Y no solo eso, sino que también desembarcaban en la costa para raptar a gente de los pueblos y robar», añade Rodríguez. Por todo ello, el monarca (hasta el cetro de infieles) ordenó a Pedro Rodríguez de Castejón que tomase aquella región africana con casi 20.000 infantes, unos 1.000 jinetes y 800 artilleros.
Desde España se confiaba en la conquista rápida de la zona. Sin embargo, Barceló no era de la misma opinión, pues sabía que el enemigo se había hecho fuerte en la ciudad. «Él quería bombardear la zona antes del ataque, pero los oficiales se negaron. Los mandos eran cargos políticos y el solo un jefe inferior, así que no pudo hacer nada. Al final los españoles desembarcaron, pero no pasaron de la playa», añade el autor.
La operación fue un desastre total. Murieron más de 5.000 hombres y 10.000 fusiles fueron abandonados en la playa. El horror, con todo, fue paliado por Barceló. «Sin obedecer órdenes, Barceló se aproximó a la costa con sus jabeques y disparó a los enemigos para que el ejército pudiese reembarcar y retirarse», completa Rodríguez. Fue un héroe, y eso no gustó demasiado a sus superiores, a los que había dejado en ridículo. Con todo, no tardó en saberse que había combatido bien. Aunque los culpables del desastre no pudieron quejarse, pues la mayoría fueron ascendidos. «En España, cuanto peor lo haces, más recompensa tienes. Lo que vale son los contactos», señala Rodríguez.
Al final, su naso le hizo ser ascendido a jefe de escuadra y, en 1779, recibió el mando de las fuerzas navales encargadas de bloquear Gibraltar (ya en poder inglés). Su objetivo era lograr que los defensores se rindieran por hambre. En palabras del experto, no hizo un mal trabajo, pues apresó a una buena parte de los barcos que intentaban llevar alimentos a la zona (algo que trataban de hacer de forma recurrente para vender su mercancía a los británicos mucho más cara). Sin embargo, su pequeña escuadra no fue rival para tres grandes convoyes organizados por la «Royal Navy» en los meses posteriores. Con tan solo unos pocos buques bajo sus órdenes, tuvo que tirar la toalla y tratar de no plantar batalla.
En ese momento una buena parte de los oficiales de carrera se lanzaron contra él como buitres. «Mientras fue un corsario afortunado no molestó a nadie. Pero como jefe de escuadra creaba recelos. Además, se cargó contra él por ser sordo. Se decía que no podía mandar nada», completa Rodríguez. Al final, se trató de asediar Gibraltar mediante unos barcos brutalmente grandes y caros (las baterías flotantes, unas endebles plataformas de artillería) en septiembre de 1782. Todo ello, contra los consejos de Barceló. El ataque fue un desastre.
Podría parecer que el odio de sus compañeros acabó con él, pero nada más lejos de la realidad. De hecho, su actuación en Gibraltar le llevó a ser ascendido a Teniente General. Tan solo un año después, en 1783, recibió el mando de la flota encargada de castigar el infame nido de piratas de Argel.
Como señala el autor en su obra, la fuerza estaba compuesta por 4 navíos de línea, 4 fragatas, 4 balandras, 2 galeotas, 10 jabeques, 2 bergantines y 4 brulotes. Además, en este caso el ejército español contaba con un arma secreta: unos pequeños buques llamados «lanchas cañoneras» que habían sido inventadas por el propio Barceló. «Eran botes botes de remos con capacidad para 30 hombres que iban armados con el cañón de mayor calibre que hubiera», determina Rodríguez.
En palabras del autor, al ser tan pequeñas era casi imposible acertarlas desde la lejanía de la ciudad y se podían mover rápidamente para «cazar» al enemigo por sorpresa. A la batalla irían una sesentena de estas maravillas. En julio salió la expedición. Sin embargo, en este caso a los mandos estaba Barceló, quien ordenó llevar a cabo una táctica diferente: en lugar de desembarcar, bombardearín la ciudad hasta la saciedad.
El 1 de agosto comenzó el ataque, y desde entonces se lanzaron más de 7.500 proyectiles contra el lugar. «Fue un coste terrible para Argel, que tuvo que construir defensas y destinar hombres a ellas», determina el historiador. El plan fue todo un éxito, pues la región pidió la paz a España tras un duro castigo, cientos de bajas y edificios destruidos, y tan solo 30 muertos del bando hispano debido a la explosión repentina del cañón de una lancha. «Barceló machacó el nido de piratas de Argel sin tener apenas bajas. Casi gratis», completa Rodríguez. Barceló regresó como un héroe a España, donde murió en 1797.
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