2 de mayo de 2017
El levantamiento del 2 de mayo: el sangriento origen de la «úlcera de Napoleón»
La paciencia de los ciudadanos de la capital llegó a su límite cuando observaron que Napoleón pretendía trasladar a los últimos miembros de la familia real española fuera de Madrid
En cuestión de pocos meses la situación en España, hasta entonces ajena al huracán llamado Napoleón Bonaparte que arrasaba Europa, pasó del frío al infierno. La firma del Tratado de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807 abrió las puertas a las tropas francesas de camino supuestamente hacia Portugal. El país fue ocupada por el ejército del general Murat el 23 de marzo de 1808 y en los siguientes días Fernando VII y su padre, Carlos IV, fueron obligados a acudir a Bayona para reunirse con el Emperador. Sin necesitar desenvainar un solo sable, Napoleón había tomado «prisioneros» a los Reyes y había ocupado las principales ciudades de España. Un movimiento brillante que en poco tiempo iba a mostrar sus carencias.
A finales de 1807, las primeras tropas napoleónicas cruzaron el Bidasoa y entraron en España, un lugar que serviría de tumba a muchos de ellos. En apariencia, el general Jean-Andoche Junot se dirigía a la conquista de Portugal, donde llegaron el 20 de noviembre de ese año, pero los planes de Napoleón iban más allá, y sus tropas fueron tomando posiciones en las principales ciudades españolas. Cuando el general galo puso las cartas sobre la mesa, lejos del apoyo popular con el que creía contar, se produjeron los primeros levantamientos en el norte de España y la jornada del 2 de mayo de 1808 en Madrid.
La paciencia de los ciudadanos de la capital llegó a su límite cuando observaron que Napoleón pretendía trasladar a los últimos miembros de la familia real española fuera de Madrid. Así, Joaquín Murat –general del Pequeño Corso– solicitó el 27 de abril en nombre de Carlos IV la autorización para el traslado a Bayona de la reina de Etruria María Luisa y el Infante Francisco de Paula. «¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al Rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses!», gritó la multitud congregada desde primera hora en el Palacio Real al ver cómo trasladaban al Infante. El tumulto se avivó aún más cuando el Infante se asomó al balcón, lo que fue aprovechado por Murat para mandar un destacamento de la Guardia Imperial al palacio, acompañado de artillería, para hacer fuego contra la multitud.
Ese mismo día, el 2 de mayo de 1808, la revuelta se extendió por toda la ciudad buscando vengar a los caídos en los aledaños del palacio. La multitud de madrileños salió a la calle armados con todo tipo de rudimentarias armas y lo hicieron sin el apoyo oficial del ejército español, puesto que los altos mandos dependían de la Junta de Gobierno que estaba a las órdenes de la Corona, entregada en esos momentos a la voluntad de Napoleón.
El levantamiento popular de carácter espontáneo, pero largamente larvado con la fricción de las tropas francesas con la población, dio lugar a partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos y a toda una suerte de medidas desesperadas. No obstante, la lucha entre artesanos, panaderos y gente humilde contra un ejército profesional se saldó en tragedia para los madrileños. Los 30.000 hombres de Murat se ensañaron con la población mal armada y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, sin distinción de edad, murieron en la refriega. Así y todo, la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había calculado, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y el Parque de Artillería de Monteleón, pero finalmente se impuso la superioridad de las armas y Madrid terminó bajo la jurisdicción militar.
De entre los militares españoles fueron pocos los que se sumaron a la revuelta. Entre ellos los artilleros del Parque de Monteleón que desobedecieron las órdenes de sus superiores y se unieron a la insurrección. Los héroes de mayor graduación de aquella jornada fueron los capitanes Luis Daoíz y Torres, que asumió el mando de los insurrectos por ser el más veterano, y Pedro Velarde Santillán. Se encerraron en Monteleón junto a sus hombres y decenas de ciudadanos que allí fueron en busca de combate contra los franceses, repeliendo oleadas de las tropas de Murat mandadas por el general Lefranc. Acabaron muriendo heroicamente ante los incansables refuerzos enviados desde el cuartel general de Murat.
Tras los episodios revolucionarios, Murat desplegó una salvaje represión en la que fueron «arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas». En el Salón del Prado fueron fusiladas 32 personas el mismo día 2 de mayo, mientras que otras 11 personas fueron ejecutadas en distintos puntos de la ciudad (Cibeles, Recoletos, Puerta de Alcalá y Buen Suceso). Al día siguiente, los franceses fusilaron a 24 personas en la montaña del Príncipe Pío y otros 12 en el Buen Retiro.
La represión no fue capaz de apagar el fuego, ni mucho menos. El mismo día de la revuelta, el alcalde de Móstoles, cercano a la capital, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villaamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Dicho bando tuvo una enorme repercusión a lo largo de la geografía española.
Aquello fue el origen de una guerra que costó en total 110.000 bajas a los franceses, según los trabajos de Jean Houdaille, a los que hay que añadir en torno a 60.000 muertos de las tropas aliadas que acompañaron la invasión. Una catástrofe militar que fue denominada como la «úlcera española» de Napoleón, y que junto a la «hemorragia rusa» llevaron al colapso del imperio galo. El esfuerzo y los recursos destinados a la Península Ibérica entorpecieron la campaña en Rusia, donde Napoleón perdió 380.000 soldados.
Pero quien más sufrió los rigores de la guerra fue la propia España. Se calcula que la población neta vivió un descenso demográfico, entre guerras, hambrunas y represión, de más de 560.000 personas, que afectó especialmente a Cataluña, Extremadura y Andalucía. El Estado terminó en bancarrota; y la industria y la agricultura destruidas casi en su totalidad. Sin hablar de la gran pérdida en el patrimonio cultural.
Una de las principales causas de que se formara esta «úlcera» fue la actividad guerrillera que se desplegó por la geografía nacional. Aunque algunos soldados franceses ya conocían los horrores de la «pequeña guerra» por experiencias pasadas en la Vendée y en Calabria, nada se parecía a lo que vivieron en España, hasta el punto de que la palabra «guerrilla» nació durante este conflicto. Como consecuencia de estas tácticas, el dominio francés se limitó al control de las ciudades, quedando el campo bajo mando de las partidas guerrilleras de líderes como Francisco Chaleco, Vicente Moreno Baptista, o Juan Martín «el Empecinado», entre los muchos personajes que ganaron inmensa popularidad en esos años.
Derrotado y agotado, Napoleón Bonaparte revisó al final de su vida desde su exilio en Santa Elena los errores que habían provocado su fracaso militar: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades, y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península».
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