10 de noviembre de 2014

Volver a la mesa

Volver a la mesa

Rajoy y Mas deben dialogar y negociar con independencia de cómo evalúen el 9-N

Como no hubo censo, ni autoridad electoral, ni sistema transparente de recuento, ni garantías de veracidad más que la civilidad de los ciudadanos, los resultados del 9-N catalán no son numérica ni políticamente computables con exactitud. Si acaso, por aproximación podrá inferirse que el Gobierno de Artur Mas obtuvo al mismo tiempo un éxito y cosechó un fracaso. Es un éxito movilizar a un segmento muy nutrido de ciudadanos en un evento que había sido en principio ilegalizado. Y sin incidencias reseñables.
Y al mismo tiempo un fracaso: en las peores circunstancias para unionistas y federales, los participantes rondaron, en el mejor de los casos, un tercio de los convocados, algo que se emparenta con las cifras —unos dos millones— de votantes soberanistas en convocatorias formales. No se sabe hoy exactamente cuántos son, ni se sabrá mañana el porcentaje, porque la posibilidad de votar continúa y porque se ignora en cuánto el presunto censo desborda los 5,4 millones: quizá supere los 6,3 millones. Tanta cuestión aleatoria e interpretable da la medida de cuán poco fiable ha sido el experimento.
La jornada, por tanto, ha sido inútil desde el punto de vista de medir los verdaderos deseos de los catalanes. Lo que no significa que no tenga una rentabilidad política para quienes la convocaron. A Mas le sirve para tratar de afirmar su liderazgo entre las filas soberanistas. Sobre todo frente a un Oriol Junqueras cuyo esquemático discurso binario —independencia ya, o nada— pespuntea un ligero declive, por lo menos temporal. Otra cosa sucede respecto al Gobierno central. El resultado seguramente ni añade ni quita nada sustantivo a la necesidad de retomar el diálogo y la negociación. Aunque el abrumador recuerdo del malestar de una gran parte de la sociedad catalana vuelve a enfatizar su necesidad.
Pero no es esa la única razón por la que el presidente Rajoy debe volver a la mesa del diálogo que se interrumpió a final de julio. Hay múltiples motivos para ello. Empezando porque ambos, Rajoy y Mas, quedaron emplazados a dar cauce a la lista de 23 peticiones concretas —en bastantes casos, razonables— presentadas por el líder catalán. Siguiendo porque cada vez resulta menos comprensible, desde el punto de vista de la funcionalidad del sistema democrático, la ausencia de porosidad a las reivindicaciones de un segmento considerable de la sociedad: no hay precedente en nuestra democracia de movilizaciones tan nutridas que hayan sido ignoradas. Y concluyendo porque no debe echarse a perder —a riesgo de irresponsabilidad— otro año, el último de la legislatura.
Vuelvan pues a la mesa de julio. Pero sabiendo que ello no bastará, ni de lejos, más que como preámbulo. Más allá de las cuestiones concretas, ambos Ejecutivos deben trazar un plan de trabajo, un método y un calendario ágil para identificar el elenco de grandes cuestiones susceptibles de reformas decisivas (competencias, financiación, lengua...) que puedan pavimentar una solución creíble, compartible y duradera.

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