¿Quién descubrió Machu Picchu?
Por: Jaled Abdelrahim
EL PAIS - 29/04/13
Dicen que la figura de Hiram Bingham (1875-1956), el explorador estadounidense que pasó a la historia como el gran descubridor del Machu Picchu, fue uno de los modelos que inspiraron el personaje de Indiana Jones. Botas, sombrero, rutas por selvas ignotas… Las fotos, las descripciones y la recuperación que dirigió hace 102 años de la urbe precolombina más escondida y cotizada del hemisferio sur, maravillaron al mundo, dispararon su reputación y convulsionaron el universo de la arqueología. El gobierno estadounidense, el estado peruano, la universidad de Yale (EE.UU) y la National Geographic Society respaldaron el trabajo de este profesor de historia y dieron fe del hallazgo que lograba un 24 del julio de 1911. Pero ese día, algo vio Bingham además de ruinas que prefirió no testimoniar. Apenas una pequeña inscripción a carbón en las piedras de los vestigios. Unas líneas, cuya existencia se mantuvo casi tan oculta como lo había estado la misteriosa ciudad perdida de los incas, y cuyo desprecio afianzaba la gloria de su expedición. “A. Lizárraga, 1902”, decía aquella grafía. Cuando el equipo de Bingham acometió la recuperación de la ciudad, él mismo mandó que se borrase.
“Yo de pequeño vivía en el lugar desde el que partió mi abuelo, a orillas del río Urubamba, bajo el Machu Picchu”, relata Lucho Lizárraga Valencia, nieto de aquel campesino. Este profesor de universidad de 61 años no llegó a conocer a su antepasado Agustín ya que éste murió accidentalmente, antes de que él naciera, ahogado en las aguas del río Vilcanota, en 1912, precisamente el mismo año en el que Binghan iniciaba la fase de recuperación de los vestigios. De lo que sí fue testigo el descendiente es de la herencia testimonial que la proeza de su abuelo había dejado entre los vecinos de la zona. “No había televisión entonces y por las noches, como si fueran cuentos, recuerdo escuchar a mis padres y a mi abuela hablar sobre esa historia del descubrimiento”, evoca Lucho. “Contaba mi abuela Clara que él subió hasta allí cuando el camino era inaccesible, y a veces, al contarlo, se enfadaba. Decía que un gringohabía llegado a las ruinas gracias a él y que se lo había llevado todo. Pero claro, para nosotros, que éramos niños, eso simplemente eran viejas historias sobre un abuelo que hacía tiempo había muerto”.
Rivas conoce cada detalle de aquella aventura: “El 14 de julio de 1902, Agustín Lizárraga buscaba nuevas tierras de cultivo entre la maleza selvática acompañado de otros tres hombres del lugar: Enrique Palma Ruiz, administrador de una de las haciendas del territorio; Gabino Sánchez, el mayoral de la misma, y Toribio Recharte, su peón” comienza a narrar.
“Cuando dieron con las ruinas, Lizárraga intuyó que ante sus ojos tenía una joya del pasado y por eso pintó su nombre y la fecha de su primera visita en las piedras de lo que hoy es conocido como el Templo de Las Tres Ventanas” prosigue. Según los testimonios directos que recopiló Rivas, Lizárraga regresó varias veces hasta aquel lugar, y aunque carecía de padrinos que promulgasen su descubrimiento, trasladó la noticia de boca en boca entre familiares y amigos que la propagaron desde Lima hasta París sin demasiada trascendencia. “La historia no cuenta que fue Agustín Lizárraga quien organizó la primera expedición turística al Machu Picchu cuando llevó allí a algunos de sus familiares y vecinos, los Ochoa, en 1904. Tampoco que fue él quien puso a trabajar en los campos de cultivo de las ruinas a las dos familias que encontró Bingham en el Machu Picchu el día que llegó allí”.
Paradojas del destino, la corroboración de la desheredada historia de los Lizárraga, aún hoy desconocida por la gran mayoría del público incluso en Perú, la resucitó otro Bingham, Alfred, hijo del arqueólogo estadounidense. En su libro Retrato de un Explorador (1989), el descendiente del norteamericano revelaba una frase crucial que su padre había anotado en sus diarios de viaje pero que olvidó testimoniar en su libro: “Agustín Lizárraga es el descubridor del Machu Picchu, él vive en el puente de San Miguel”, había anotado su progenitor en los papeles.
Tras cien años de omisión de esa otra historia y una férrea presión periodística, hoy los expertos, las autoridades cusqueñas y las nacionales reconocen que en las ruinas de Machu Picchu estuvo Agustín Lizárraga antes que Bingham, aunque siguen dando al ahora llamado “descubridor científico” (Bingham) mayor atención. Por eso los Lizárraga, una saga ahora repartida por todo el mundo, aún no dan por terminado el pleito. “Desde 2002 nos reunimos anualmente en una comida a la que llamamos Lizarragada para reivindicar la proeza del abuelo”, explica Marco Antonio Bolívar Lizárraga, bisnieto del descubridor.
Estos familiares aseguran que su cometido no es eliminar al gringo de la historia. “Es justo que se reconozca la gran labor de Bingham con las ruinas, pero no que le otorguen el descubrimiento”, esgrime Carlos Lizárraga Álvarez, historiador y también bisnieto del de Mollepata. “Nosotros no pedimos plata, ni propiedades, ni indemnizaciones. Sólo queremos ver la placa de mi abuelo colgada a la entrada de las ruinas. Es lo justo”, apostilla.
Lizárraga vs. el pasado
Jorge Escobar, decano y docente del departamento de historia de la Universidad de Nacional San Antonio Abad del Cusco, ubica el descubrimiento mucho más atrás. Según sus pesquisas, “el Machu Picchu jamás fue un sitio desconocido”. Para demostrarlo hace referencia a más de una decena de documentos (el más antiguo de 1537) donde se menciona un lugar llamado Picchu al que se refieren como enclave donde cultivar y para el cual se expidieron contratos de explotación y compraventa.
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ivas ha dedicado tiempo y un extenso capítulo de su libro a desmontar todas esas teorías. “Acerca de lo de los Picchus que aparecen en los documentos del profesor Escobar, con quien he debatido de esto en alguna ocasión”, explica el investigador, “yo le recuerdo que Picchu significa montaña en quechua, y que por eso ha encontrado esas referencias. No quiere decir que alguien hubiera encontrado la ciudad perdida”. Respecto a la argumentación del Dr. Decoster, afirma Rivas que “defiende lo indefendible”. “Lo que señalan los exploradores del siglo XIX es únicamente un lugar llamado Cerro Machu Picchu, el nombre del monte que se ve desde abajo. ¿Qué me hace estar tan seguro de que no vieron las ruinas? Hombre, no sólo que fuese un lugar de acceso imposible para los medios de la época, sino que para que un explorador vea Machu Picchu y no escriba ni una sola letra sobre él, una de dos, o nunca lo ha visto o le dio una parálisis cerebral”, ironiza su argumento. El mismo crédito le da al mapa que elaboró Berns en 1881 descubierto por Greer: “Este empresario señaló la Huaca del Inca porque buscaba inversionistas que patrocinasen su proyecto de recolección de oro y plata, ”esgrime, “materiales que él simplemente creía que estaban allí porque alrededor del Machu Picchu existen otros vestigios incas que probablemente le esperanzaron en su propósito”. “Y si no, que me expliquen por qué en su mapa señala esa Huaca del Inca al otro margen del Río Urubamba, y no en el que está la ciudad”.
Mientras el ingeniero ofrece datos puntuales, Lucho observa la foto de su abuelo sobre la portada del libro de Rivas y limpia una pequeña mancha sobre la imagen. “Hiram lo restauró y lo hizo famoso, por supuesto”, arranca el nieto, “pero mi abuelo estuvo primero, y dejó constancia con una inscripción que el propio Bingham borró. Nosotros tenemos la obligación de que la historia reescriba de una vez por todas su nombre y le dé el reconocimiento que muchos, por intereses diversos, le siguen negando. Seguiremos con nuestra lucha hasta que se haga justicia. Agustín Lizárraga, mi abuelo, es el verdadero gran descubridor”.
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