19 de noviembre de 2017
Rusia se apunta a la guerra híbrida
Rusia
se apunta a la guerra híbrida
Las guerras ya no se declaran, lo virtual es tan
relevante como lo físico y las batallas se producen cada vez más en el espacio
informativo
Putin da un discurso frente a la estatua de
Alejandro III en Yalta, Crimea, este 18 de noviembre. ALEXEY DRUZHININ AFP
La desinformación representa un grave
desafío para las democracias europeas. La difusión de noticias falsas y
narrativas tendenciosas a través de las redes sociales, y el efecto de cámaras
de eco que generan, amenaza la salud de nuestros debates públicos. Twitter y
Facebook facilitan estos debates, en efecto, pero también, cada vez más, la
polarización y la confrontación. Y más en tiempos donde las emociones priman
sobre la racionalidad y la posverdad sobre el rigor factual. Un entorno, pues,
propicio para convertir fortalezas como el libre flujo de información o el
carácter abierto y plural de las sociedades europeas en una vulnerabilidad
estratégica. Y ahí es donde irrumpe una Rusia que, convencida desde hace años
de afrontar una amenaza existencial proveniente de Occidente, ha decidido
apostar fuerte en el frente de lo que denomina “guerra de la información”.
Paradójicamente, el Gobierno ruso cree que
simplemente reacciona y hace probar a Europa y EEUU su propia medicina. En la
perspectiva del Kremlin, todo forma parte de un gran plan euroatlántico –desde
Kósovo a cualquier manifestación en Moscú– urdido con el único fin de usurpar
el poder en Rusia. De ahí que los estrategas rusos hayan conceptualizado la
llamada “guerra no lineal” y que aquí se ha popularizado como guerra híbrida.
La idea central es que las guerras ya no se declaran, los elementos virtuales
son tan relevantes como los físicos y las batallas se producen cada vez más en
el espacio informativo. Lo más importante y preocupante es que no se establece
una distinción nítida entre los periodos de guerra y paz y se asume la
naturaleza permanente de la guerra informativa. Situación que se agrava con el
aparente convencimiento entre la elite del Kremlin de la imposibilidad de un
acomodamiento satisfactorio con Occidente. Debilitar a la UE y la OTAN es,
pues, un objetivo prioritario. Y qué mejor manera que hacerlo operando desde
dentro de cada uno de los Estados miembros aprovechando, de forma pragmática y
desideologizada, cualquier crisis o vulnerabilidad.
La desinformación –es decir la difusión de
información falsa de forma deliberada– es así un elemento decisivo dentro de
este esquema de guerra política multidimensional. De ahí que la maquinaria de
propaganda rusa esté concebida como un arma estratégica, pero con vocación de
ser empleada masivamente para socavar, desorientar, agitar, debilitar o paralizar
al adversario. Los escépticos con el desafío de la desinformación rusa arguyen
que no hay nada nuevo en esto. Y en parte están en lo cierto. Las injerencias,
el engaño y la manipulación política son tan antiguos como nuestra especie.
Pero dos elementos diferenciales agravan la situación actual. Por un lado, el
contexto de posverdad, de crisis de la mediación –cuestionamiento de los
grandes medios tradicionales y de los expertos– y de deslegitimación de las
democracias liberales como resultado de la crisis económica. Por otro lado, el
auge digital que permite llegar de forma inmediata y sistemática a audiencias
masivas con facilidad y bajos costes.
Y lo hemos visto por toda Europa en
múltiples ocasiones en los últimos años, de los países nórdicos a Francia,
España o Alemania pasando por el laboratorio ucraniano. Así por ejemplo, cuando
todos los indicios apuntaban a la insurgencia rusa como responsable del derribo
del vuelo MH17 en julio de 2014 en Ucrania, rápidamente la maquinaria rusa puso
en circulación docenas de hipótesis alternativas. Algunas de ellas
absolutamente delirantes, pero no importa lo absurdas que fueran, el objetivo
no era convencer sino generar el suficiente ruido y confusión que induzcan a
pensar que, sencillamente, no era posible determinar quién derribó realmente el
avión.
El diagnóstico está claro, pero en absoluto
el remedio. La maquinaria de desinformación rusa ofrece productos sofisticados
difíciles de desentrañar y combatir y adaptados a cada audiencia objetiva.
Rusia, por ejemplo, alimenta tanto a la izquierda populista como a la derecha
xenófoba. En el plano táctico, han proliferado diversas iniciativas –entre
ellas el East Stratcom de la UE– para monitorizar y denunciar las noticias
falsas y ofrecer información veraz. Pero esto, aun siendo necesario, es solo
parte de la solución y acarrea dilemas, ya que siempre será más sencillo y
barato saturar un entorno con información falsa que desmentirla y además
implica que quien desinforma marca la agenda. Pero qué hacer en el plano estratégico
sigue resultando incierto. ¿Es posible y recomendable limitar el flujo de
información? ¿Podemos hacerlo anticipadamente sin conocer el contenido solo el
emisor? ¿Qué hacer cuando la autoría no está clara? Preguntas, de momento, sin
respuestas evidentes.
Nicolás De Pedro es investigador principal en CIDOB.
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